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SIN CONCESIONES

Violencia juvenil

Fotografía
Por Pablo A. IglesiasTiempo de lectura4 min
Opinión04-05-2016

Acababa de empezar a estudiar en la universidad cuando llegó a mis manos un videojuego peculiar. El objetivo era aniquilar una ciudad y el mecanismo tan sencillo como pulsar un par de teclas. Era la época de la Guerra del Golfo, aquella que Bill Clinton decretó para desviar la atención de su aventura sexual con la becaria Mónica Lewinsky y tratar de regatear el proceso de impeachment que le hubiera expulsado de inmediato de la Casa Blanca. Mientras los misiles de Estados Unidos llovían sobre el cielo iraquí de Bagdad, en mi televisor por la noche veía los bombardeos en directo a través de la CNN y por la mañana los recreaba en el ordenador con ese juego que aún no recuerdo cómo cayó en mis manos. El entretenimiento era casi adictivo, quizás por su simpleza y por la tentación hobbesiana de destrucción que el ser humano posee en lo más oculto. Ya lo dijo el filósofo inglés: "El hombre es un lobo para el hombre".

¿Jugar a bombardear una ciudad no es reproducir la cruda realidad que viven miles de personas?
De pronto, una mañana abandoné el videojuego con la misma determinación con la que empecé. Fue la consecuencia de una revelación, que nada tuvo de mística y, en cambio, todo de fraternal. Fue mi hermano mayor quien me abrió los ojos a la realidad. Un reproche suyo bastó para sanar mi comportamiento y despertar mi conciencia. ¿Acaso jugar a bombardear una ciudad no era reproducir la cruda realidad que vivían miles de personas en Iraq? ¿Acaso no suponía banalizar el peor de los males (la guerra) que es capaz de generar el hombre? La reflexión de mi particular arcángel san Miguel, al que debo por completo haber cumplido el sueño de ser periodista, caló en lo más hondo del corazón. A partir de ese momento, en la pantalla del ordenador ya no veía un videojuego sino una ciudad real, y en las casas dibujadas mediante una yuxtaposición de pixels imaginaba a civiles de carne y hueso que morían por mis bombardeos virtuales.

Este episodio oculto en mi memoria afloró de forma repentina tras los atentados terroristas de Bruselas. Días después, leía en El Mundo un extraordinario artículo (as usual) de mi colega Jorge Bustos titulado Porque no saben lo que hacen en el que reflexionaba sobre el proceso de radicalización de jóvenes nacidos en Europa, educados como europeos y que acaban captados por el yihadismo para destruir el mundo en el que crecieron. "Daesh recluta a jóvenes musulmanes españoles con este cebo: ¿Quieres jugar al Call of Duty pero de verdad? El reclamo es un videojuego de disparos", alertaba el periodista sobre la mentalidad hedonista del joven occidental que sólo desea llevar "su ansia de adrenalina hasta el final". El mero hecho de jugar al Call of Duty no te convierte en terrorista. Si fuera tan sencillo mi primo Carlos, capaz de pasar días y noches encerrado en su habitación con videojuegos de esta naturaleza, se habría convertido ya en el herederedo natural de Osama Bin Laden.

Los videojuegos somatizan la violencia con riesgo de banalizarla primero y normalizarla después
Una cosa es disparar en una consola y otra bien distinta hacerlo en la vida real. Cualquier adulto debería tenerlo claro pero quizás no tanto los jóvenes que nacen pegados a videojuegos de esta naturaleza, crecen con ellos y pasan largas horas enganchados a una realidad que poco a poco muta sus neuronas como un falso hábito. Somatizan la violencia virtual con el serio riesgo de banalizarla, primero, y de normalizarla, después. ¿Tiene esto relación con el incremento de casos de maltrato de género entre jóvenes? ¿Y con el preocupante ascenso de acoso en los colegios? Una sola causa no genera un gran problema pero en un gran problema ninguna causa merece ser despreciada. El hedonista yo para mí es uno de los grandes males de la sociedad postmoderna. El hedonismo anula el sentimiento de comunidad, ya sea de sociedad e incluso de familia. Sólo el individuo importa y el individuo sólo valora aquello que le da placer.