Esta web contiene cookies. Al navegar acepta su uso conforme a la legislación vigente Más Información
Sorry, your browser does not support inline SVG

¿TÚ TAMBIÉN?

El saber por el saber

Fotografía

Por Álvaro AbellánTiempo de lectura3 min
Opinión27-06-2010

Desde que Heráclito el Oscuro renunció a su trono para dedicarse a pensar, hace ya más de 25 siglos, hasta el siglo XVII, nadie dudó de que el saber es un fin en sí mismo. El pragmatismo británico, a partir de John Locke, ha extendido la idea de que el saber que no es directamente aplicable, útil en el sentido más estrecho del término, es un saber prescindible. Así nos va. Pero seguramente el mismo Heráclito hubiera sabido responder a Locke que el saber es un gran bien precisamente porque no es útil en el sentido más estrecho de la expresión. El saber es un bien y, como todo bien, es muy útil, por sí mismo y por el bien que es capaz de generar a partir de sí mismo. Todo bien es tremendamente útil, pero no todo lo útil es bueno. Invertir este orden es la causa de los mayores males en los últimos siglos. En cierto modo, podemos definir los últimos siglos como el auge de lo útil y del bienestar… en proporción inversa al desarrollo pleno de cada persona. Es indiscutible que la separación de las profesiones, la división del trabajo y la especialización científica conducen a la eficacia, el desarrollo, la riqueza y el bienestar de la comunidad humana. Pero también es indiscutible que cuanto más atado y restringido queda el hombre concreto a una especialidad, a una actividad práctica, a un tipo muy específico de acción eficaz… es también menos humano. Su quehacer progresa al precio de su humanidad, de su libertad, de su capacidad para abrirse al mundo, a los otros, a todo lo que no es útil y eficaz en un sentido muy mezquino de la expresión. Su humanidad se reduce a mera pieza del engranaje social o profesional. Tiempos modernos, de Chaplin, es una gran metáfora de esta situación, y aunque el mundo fabril parece superado en la Sociedad de la Información, el principio de especialización y de eficacia, trasladado a otros campos profesionales, causa los mismos estragos. El saber es un fin en sí mismo porque alcanzarlo garantiza la salud de nuestra inteligencia. La salud de la inteligencia también es un valor en sí mismo, del mismo modo que lo es la salud del cuerpo. Y como la salud del cuerpo, la salud de la inteligencia tiene multitud de frutos: en primer lugar, la cultura, que nos abre a los temas fundamentales que hacen que nuestra vida merezca la pena y que nos abre a los otros hombres -los que no se dedican a lo mismo que nosotros-, con los que podemos compartir, discutir y fecundar nuestra reflexión e iluminar el sentido de nuestra vida, más allá del trabajo y la supervivencia familiar. En segundo lugar, sólo los hombres que tienen esa cultura son capaces de mirar su propia profesión desde arriba, es decir, desde una perspectiva más amplia, de forma que no quedan esclavizados por las reglas de su profesión, sino que pueden ser creativos, innovadores, como puede serlo todo hombre –a diferencia de los animales- cuando es capaz de tomar distancia de su realidad más inmediata. Allí donde los hombres se preocupan por un saber más allá de su utilidad inmediata, miran a los otros hombres por el valor que tienen por sí mismos, no como meros peldaños a los que usar, generan una cultura del diálogo capaz de apreciar todo lo valioso que no es meramente útil y edifican juntos ese lugar donde la vida se ensancha.

Fotografía de Álvaro Abellán

$red

Doctor en Humanidades y CC. Sociales

Profesor en la UFV

DialogicalCreativity

Plumilla, fotero, coach