ROJO SOBRE GRIS
No más que una cáscara de nuez
Por Amalia Casado3 min
Opinión26-10-2008
Tengo varias personas a mi alrededor que están sufriendo. Es la primera vez que me sucede esto: que mire hacia donde mire, hay cierto sufrimiento entre las personas a las que quiero. Son sufrimientos diferentes, provocados por causas distintas: insatisfacción laboral, dificultades para encontrar trabajo, enfermedades varias, incertidumbres existenciales, oscuridades vitales... Me preguntaba qué es el sufrimiento exactamente, y si todos los sufrimientos tienen algo en común para que podamos llamarlos así. El origen de la palabra es latino, y significa soportar, aguantar, tolerar. Son palabras que se quedan seguro un poco pequeñas cuando traemos a nuestra memoria alguna experiencia personal en que hayamos sufrido. Soportar, lo que se dice soportar, es lo que hace una peana con una estatua. A veces el sufrimiento se hace insoportable, luego sufrimiento y aguante no son lo mismo. Sin embargo, sí tienen algo que ver: cuando se deja de aguantar, se deja de sufrir. El diccionario de la Real Academia de la Lengua define el sufrir como sentir físicamente un daño, dolor, enfermedad o castigo, o sentir un daño moral. No sé si me gusta mucho eso de sentir. Preferiría que dijese experimentar, pues el sufrimiento resulta más una experiencia –intensa, profunda, compleja- que un sentimiento –más superficial, volátil y plano-. En cualquier caso, la definición incorpora algo interesante: la causa del sufrimiento. Sufrir o padecer –que se definen exactamente igual- es eso que nos sucede cuando nos sobrevienen un dolor, enfermedad, daño o castigo físicos o morales. Esa experiencia de sufrir es la consecuencia de algo, y es de pura lógica que si desaparece la causa, también el sufrimiento. Hay cosas que se pueden resolver. Si sufro porque me duele una muela, puedo curarla o quitármela. Se acabó el sufrimiento. Pero hay cosas que no se pueden resolver: la muerte, por ejemplo. Una enfermedad crónica que me deja postrado para siempre en una cama, por ejemplo. Hay cosas que nos hacen sufrir que no son problemas que tengan solución: son misterios. Cuando intentamos resolverlos como si se trataran de una ecuación, por comprensible que sea que nos rebelemos ante las imperfecciones de la vida, cometemos atrocidades que justificamos irracionalmente, y hasta llegamos a admitir como una opción legítima acabar con la vida de un semejante. Justificamos el suicidio de un enfermo porque nos compadecemos de su dolor. Justificamos el asesinato de los niños no nacidos porque nos dejamos engañar con falsos argumentos sobre la libertad de las mujeres. Y nos hacemos trampas al solitario, porque en el fondo del corazón sabemos que estamos renunciando a esa lucha que es la tensión entre el peso que soportamos y el motivo por el cuál seguimos soportando. Es comprensible que nos flaqueen las fuerzas y renunciemos. No somos perfectos. Pero eso no convierte en mejor lo que es peor: afrontar con valentía es mejor y más digno que huir. Me decía un día un amigo: el problema del sufrimiento no es lo que se padece en sí, por durísimo que sea, sino lo que de sufrimiento añade la ausencia de sentido. ¿Por qué tengo que sufrir? ¿Qué sentido tiene soportar? La respuesta, si la hay, ha de ser algo más valioso que uno mismo y que la propia vida, algo capaz de darle sentido. O, efectivamente, ni mi vida ni la de nadie vale más que una cáscara de nuez. Rojo sobre gris al grupo de profesores universitarios que presenta esta semana un manifiesto en defensa de la muerte natural. Porque hacen falta motivos.
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Amalia Casado
Licenciada en CC. Políticas y Periodismo
Máster en Filosofía y Humanidades
Buscadora de #cosasbonitasquecambianelmundo