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TOROS

El torero republicano triunfa en la capital del Reino

Por Almudena HernándezTiempo de lectura2 min
Espectáculos03-10-2009

Es como El Principito de Antoine de Sait-Exupéry. Es capaz de mostrar en su toreo la inocencia y la dulcura de un diestro fino y elegante a la vez que se plantea las cuestiones más profundas y serias de su arte. Si el personaje del cuento preguntaba por el amor, el miedo y el sentido de la vida, Sebastián Castella hace dudar a más de un aficionado sobre qué es realmente torear con su interpretación del arte de Cúchares.

Y la duda, después de lo visto en la Feria de Otoño de Madrid, para nada ofende aunque sí crea un runrún en más de una cabeza... El que se pica, ajos come, dicen. Quizás, como Sebastián tiene carita aniñada y no de cadáver exquisito no había alcanzado como otros la transmisión máxima de un concepto limpio, puro y sentido del toreo. Mas tuvo fortuna y el 3 de octubre se le alinearon los planetas a este principito. Un buen toro de Núñez del Cuvillo le permitió teatralizar esa interpetación en la que sobra valor -¡luego dicen!-, inteligencia y, claro está, arte. ¡Ay Morante, Morante! ¡Cómo duele el arte! El francés, compañero de paseíllo del de la Puebla y de Julio Aparicio esa tarde entendió bien a su oponente gustándose con el capote, dirigiendo una lidia sabia y medida y calculando bien las distancias. Pisa unos terrenos este principito con una majestad que parece mentira que sea hijo de una República (Francesa, sobra decir). Su faena fue deslumbrante y emocionante de principio a fin. Y, todo además, en la boca de riego: pases por la espalda, naturales ligados y eternos; tandas amplias y rítmicas; cruzado, desmayado y vertical el cuerpo; las muñecas poderosas, suaves y templadas, dominando al toro con el vuelo de la pañosa; remates tremendamente sentidos y vibrantes, ya fueran de trinchera, de despecio, por alto o prácticamente a ras de albero. Y la estocada -pelín desprendida-, de verdad, tirándose a morir, que es como los toreros suelen matar. Y por todo eso se llevaron al francés en volandas, para que desde las alturas este principito observase una vez más la enseña republicana que preside el alicatado de la fachada de la monumental madrileña. Mientras, aficionados de masa, taurinos y gente bien -muchos que habían ido a ver a Morante, abandonaban el coso en un ambiente primaveral. Pero la memoria del respetable esquivaba a la meteorología: soñaba y suspiraba con la postal otoñal de ver caer la hoja, por ejemplo, en el Beziers natal de Sebastián, todo un príncipe encantado.