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Mal de escuela

Fotografía
Por Álvaro AbellánTiempo de lectura3 min
Opinión11-01-2008

“A todos los que hoy imputan la constitución de bandas sólo al fenómeno de los suburbios, les digo: tenéis razón, sí, el paro, sí, la concentración de los excluidos, sí, las agrupaciones éticas, sí, la tiranía de las marcas, la familia monoparental, sí, el desarrollo de una economía paralela y los chanchullos de todo tipo, sí, sí, sí… Pero guardémonos mucho de subestimar lo único sobre lo que podemos actuar personalmente y que además data de la noche de los tiempos pedagógicos: la soledad y la vergüenza del alumno que no comprende, perdido en un mundo donde todos los demás comprenden”. Es el primero de muchos párrafos memorables de Mal de escuela, el último ensayo de Daniel Pennac, en el que repasa los problemas de la educación actual y recuerda sus experiencias como alumno zoquete y, más tarde, como veterano profesor de instituto francés. Mientras nuestro sistema educativo -la escuela y la universidad- se pierde en reformas estructurales que responden a preguntas equivocadas y a disputas por espacios de poder, Daniel Pennac nos recuerda la cuestión fundamental: “La soledad y la vergüenza del alumno que no comprende”. En definitiva, el fracaso de nuestra cultura, nuestra sociedad y nuestra escuela a la hora de plantear a los jóvenes un horizonte de futuro que dé sentido a la propia vida. Y esto no lo resuelven ni planes de estudios, ni asignaturas, ni metodologías innovadoras, ni la acreditación o formación del profesorado -todo ello importante, pero secundario-. Al alumno le sirve de poco todo esto. “Sólo nosotros podemos sacarlo de aquella cárcel, estemos o no formados para ello. Los profesores que me salvaron -y que hicieron de mí un profesor- no estaban formados para hacerlo. No se preocuparon de los orígenes de mi incapacidad escolar. No perdieron el tiempo buscando sus causas ni tampoco sermoneándome. Eran adultos enfrentados a adolescentes en peligro. Se dijeron que era urgente. Se zambulleron. No lograron atraparme. Se zambulleron de nuevo, día tras día, más y más… Y acabaron sacándome de allí. Y a muchos otros conmigo. Literalmente, nos repescaron. Les debemos la vida". Pennac, de niño, era un zoquete de primer orden. ¿Cómo llegó a profesor? Por el empeño de los profesores arriba homenajeados. El libro repasa muchas anécdotas y está cuajado de reflexiones sobre su propia y difícil infancia y sobre su no menos difícil labor de maestro. Al final de todas ellas, casi con vergüenza por escribirlo y publicarlo, Pennac reconoce: “Es verdad, entre nosotros está mal visto hablar de amor en materia de enseñanza. Intentadlo y veréis, es como mencionar la soga del ahorcado. […] Pero […] a eso consagran su existencia la señorita G. o Nicole H.: a sacar del coma escolar a una sarta de golondrinas estrelladas. No lo consiguen siempre […] pero lo intentamos siempre, al menos lo habremos intentado. Son nuestros alumnos. Las cuestiones de simpatía o antipatía hacia uno u otro (¡Cuestiones del todo reales, sin embargo!) no se toman en cuenta. Habría que ser muy listo para poder decir cuál era el grado de nuestros sentimientos hacia ellos. Una golondrina aturdida es una golondrina que hay que reanimar; y punto final”. Es evidente que la misión del maestro no es sólo rescatar a golondrinas -alumnos- estrelladas o perdidas. Pero es esa actitud, por el amor y la esperanza que testimonia, la que siempre ha inspirado al hombre a construir un futuro mejor. La que ha rescatado al hombre de la soledad, el egoísmo y la autocompasión y lo ha llevado a construir un mundo, su mundo, donde todo cobra sentido y se revela ese lugar donde la vida se ensancha.