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UZBEKISTÁN

El valle de Ferganá vive un desmán antiterrorista que está todavía por aclarar

Por Salva Martínez MásTiempo de lectura3 min
Internacional22-05-2005

“La gente está aterrorizada, no irán a manifestarse jamás”, decía el lunes pasado un profesor de instituto en Andiyán. Estaba reunido con otros profesores de esta ciudad de 300.000 habitantes del este de Uzbekistán, donde el Ejército uzbeco reprimió brutalmente una sedición popular durante toda la semana pasada.

Otro de los profesores con los que estuvo la semana pasada la corresponsal del diario francés Liberation, Olga Nedbaeva, explicaba que la economía del país está muy mal y exponía sus condiciones de vida: “Mi salario mensual es de 35 dólares. Un saco de harina vale 15, por eso me alimento esencialmente de pan”. El Gobierno ha empujado a los profesores a la miseria”, dijo. Sin embargo, no sólo los profesores sufren económicamente a Karimov. Islam Karimov, el jefe de Estado de la República presidencialista uzbeca no vive su mejor momento desde que se instaló en el poder a rebufo de la independencia de la URSS obtenida en 1991. La mala gestión económica y a la aún peor forma de entender la democracia de los líderes de este Estado que cuenta con más de 25 millones de habitantes, han dado lugar a movimientos de sublevación como los reprimidos hace dos viernes. Antes, según Boris Petric, investigador del Laboratorio de antropología y de las instituciones de las organizaciones sociales del CNRS en Francia señalaba que “Islam Karimov preveía un éxito económico que le permitió desarrollar un régimen autoritario, pero el milagro no tuvo lugar”. Petric también asegura que hay una marginación de una parte de la sociedad, puesto que “el poder de Karimov se identifica, para muchos, como el de la facción regional de Samarkanda en detrimento de la del valle de Ferganá”. La marginalización en la vida social y política ha favorecido la entrada al valle de Ferganá del wahabismo, una de las formas más radicales del Islam. De la mano de ONG wahabitas financiadas por capital saudí, el Islam radical ha construido desde los años 80 mezquitas donde se propagan ideas propias del peor radicalismo islámico. Así que para el valle de Ferganá la violencia islamista no es algo nuevo. En 1999, 2000, 2003 y 2004 se registraron enfrentamientos como los que hace algo más de una semana se dieron en Andiyán y Kara-Su. En esta última sublevación popular se escuchó a un líder local, Baktiar Rakhimov, de 42 años, declarar que la sedición tenía por objetivo declarar un “califato” en toda Asia Central. Aunque el miércoles pasado un periodista de AFP describiera Kara-Su, una ciudad fronteriza entre Uzbekistán y Kirguizistán, como “una especie de zona fuera de la ley en la que ninguna autoridad gobierna”, desde el viernes pasado las tropas uzbecas acabaron con la sublevación allí y en Andiyán. Lo han hecho, por supuesto, con el beneplácito de Karimov que no ha dudado en alegar motivos antiterroristas para instaurar de nuevo el orden y el miedo que señalaban los profesores de instituto de Andiyán reunidos con Olga Nedbaeva. Claro que no se ha “puesto orden” sin un coste político importante. El gran aliado uzbeco en la lucha contra el terrorismo internacional, EE.UU., se ha declarado, aunque tímidamente, “decepcionado” por el comportamiento del presidente Karimov, quien se niega a dar el visto bueno a una investigación sobre lo ocurrido en el valle de Ferganá. La ONU, a través de su comisario de Derechos Humanos, Louise Arbour, recibió el viernes pasado la negativa del presidente uzbeco para investigar las muertes de más de 1.000 civiles que participaron en la revuelta, según organizaciones pro Derechos Humanos, o las de 169 “todos terroristas” según Karimov.