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SIN ESPINAS

Dejar Huella

Fotografía

Por Javier de la RosaTiempo de lectura2 min
Opinión28-06-2004

Dios hace, consigue y permite que las cosas verdaderamente importantes para cada uno de nosotros queden en la memoria de nuestro corazón. A veces, el recuerdo de una experiencia reposa adormilada durante mucho tiempo y luego vuelve fresca para dotar de sentido al tramo de camino que recorre nuestra existencia. Hace tres años hice de monitor universitario en unos cursos de verano. Nos fuimos al Monasterio de Santa María de la Vid, muy cerca de Aranda de Duero. Era un remanso de paz alejado de la gran ciudad donde se respiraba la historia y la cultura castellana. Recuerdo aquellos cielos estrellados, no tenía merito pedir deseos porque podías ver estrellas fugaces cada dos por tres. Se veían pasar hasta los satélites de telecomunicaciones. Una de las muchas actividades del curso fue visitar un convento de clausura para que los jóvenes urbanos pudiéramos ver el contraste entre la ruidosa vida de la gran ciudad y la vida contemplativa de unas mujeres entregadas a Dios y a la oración por el mundo. Las hermanas Clarisas nos recibieron detrás de una gran verja negra forjada en hierro. En aquella estancia dividida por el metal nos encontrábamos un grupo de estudiantes y un grupo de ángeles también muy jóvenes. Recuerdo que todas tenían una piel tersa y blanca y una mirada tan limpia que sólo verlas iluminaba el corazón. La pregunta que nos hacíamos todos era ¿cómo? ¿Ccmo era eso posible si estaban allí metidas? Y ellas respondían: la pregunta es ¿quién? ¿quién lo hace posible? Después de maravillarnos con la paz y el amor que esos ángeles del señor desprendieron sobre nosotros, regresamos estupefactos -entrada la noche- al monasterio donde celebrábamos el curso. Una niña de 17 años que iba a entrar en la universidad se sentó a mi lado y hablamos largo de nuestra visita a las jóvenes Clarisas, de las sensaciones que nos llevábamos del aquel convento, de lo que nos había impresionado. No recuerdo los términos de aquella conversación, sólo aquellas impresiones. Pero este domingo, tres años después, me he encontrado con esa chica de 17 años y me ha dicho que nunca podrá olvidar aquella conversación que tuvimos en el autobús tras la visita a las Clarisas. En aquel tiempo, aquella adolescente era atea y hasta le llamaba la atención que hubiera crucifijos en las habitaciones donde se celebraba el curso. Este domingo me la encontré en la puerta de un convento en el que hace poco que ha ingresado. Yo pasaba por el colegio que hay al lado y, cuando la saludé, ella fue la que me recordó que aquella noche hablamos de la huella que nos habían dejado esas jóvenes monjitas.

Fotografía de Javier de la Rosa