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IMPRESIONES

Conducirse entre nieblas

Por Álvaro AbellánTiempo de lectura3 min
Opinión07-01-2013

La niebla es un fenómeno que me encantaba de niño, quizá por extraño, y que disfruto de adulto, por su fuerza evocadora. Mientras conducía hacia Burgos el pasado día de Reyes entré en un largo y denso banco de niebla y me vino un título para este artículo. Si la semana pasada escribía de la Ética de la recepción, pensaba, esta semana escribiré de la Epistemología de la niebla. Pero entonces recordé la cumbia de la Epistemología de Les Luthiers y además mi mujer, que iba de copiloto, sentenció: “Con este título no lo va a leer nadie”. El caso es que la metáfora del caminante -del peregrino- explica muy bien la vida humana, y la experiencia de conducir un coche y adentrarse en la niebla se parece bastante a la que los griegos llamaron thaumazein y nosotros traducimos como asombro, esa experiencia que nos envuelve cuando nos enfrentamos a las realidades misteriosas de la vida: el sufrimiento, la muerte, la incertidumbre, el nacer de una nueva vida, el descubrirse enamorado, el no poder borrar la propia culpa… La niebla es paradójica porque nos introduce en una blancura oscura, o en una luminosidad opaca. Es interesante cómo se nos aparecen las cosas en la niebla. No las vemos venir de lejos. Surgen de repente, de la nada, relativamente cerca; y vemos antes las oscuras que las claras. Según se acercan (según nos acercamos a ellas), distinguimos su silueta, lo que nos permite definirlas, aunque aún no conocemos su color, su textura, su volumen. Las reconoces bien sólo cuando las tienes encima… y, para bien o para mal, ya es demasiado tarde: no puedes escapar a su influjo. Al conducir entre la niebla, agradeces no ir el primero, tener dos puntos rojos de luz lo más adelante posible, pero visibles, te marcan el camino, el ritmo y las distancias. Estés solo o acompañado por esas luces, tratas de desentrañar lo que se acerca y de no perder de vista la ruta y el camino… y, cuando menos te lo esperas, sin saber muy bien cómo, sales de la niebla. Se disipa de repente. No es que tú te adaptes a la niebla, no es que tú la disipes. Es que ella se levanta o, sencillamente, no cubre el siguiente tramo del camino. Por lo general, a los niños les atrae la niebla. Algunos piensan que es como estar en el cielo; otros lo ven como una aventura, un misterio o una novedad meteorológica, que atrae más de lo que asusta. Por lo general, a los adultos les asusta y disgusta. Es una pérdida de tiempo que obliga a frenar. Es peligrosa. No nos deja ver. No es claro, ni sencillo. Es un problema. Yo creo que en la vida nos conducimos muchas veces entre nieblas. Y creo también que hay más autenticidad en nosotros cuando estamos en la niebla que cuando estamos en la luz. Y creo también que la actitud ante la niebla de los niños es más sabia que la de los adultos. Y en todas esas cosas pienso cuando aparece la niebla. Sobre todo, cuando el coche me conduce, casi de manera inexorable, hacia el corazón de un nuevo banco de niebla.

Fotografía de Álvaro Abellán

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Doctor en Humanidades y CC. Sociales

Profesor en la UFV

DialogicalCreativity

Plumilla, fotero, coach