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El Principio de Peter

Fotografía

Por Álvaro AbellánTiempo de lectura5 min
Opinión25-07-0111

Laurence J. Peter y Raymond Hull publicaron a finales de los 60 El Principio de Peter, un ensayo sobre jerarquiología de gran éxito que se convirtió en obra de referencia para conocer el funcionamiento interno de las organizaciones. El tono de ensayo y la formulación de sus tesis pueden sonar a guasa, pero está muy documentado y, en cuanto nos lo tomamos en serio y revisamos nuestra experiencia, vemos que encierra cierta sabiduría. La mayor dificultad para tomarnos en serio su contenido no está en su falta de evidencia, sino en lo crudo y terrible de sus postulados. Quien no cree en la contundencia del principio de Peter es porque prefiere creer inocentemente en prejuicios bienpensantes. En realidad, la formulación del principio es bien sencilla, y la aprendí de mi padre hace ya muchos años: “En una jerarquía, todo empleado tiende a ascender hasta su nivel de incompetencia”. Su corolario, dice: “Con el tiempo, todo puesto tiende a ser ocupado por un empleado que es incompetente para desempeñar sus obligaciones”. Si esto fuera así, pensarán algunos, muchas organizaciones llegarían al colapso. Bien: ¿Y no es cierto que eso ocurre? Y, cuando no ocurre (o mientras no ocurre), es porque el trabajo sale adelante gracias a las personas que todavía no han ascendido hasta su nivel de incompetencia. Pese a lo crudo de estas tesis, el ensayo plantea aspectos que pueden parecer revolucionarios y hasta inmorales para la mentalidad moderna. Sin embargo, a mi juicio, esa inmoralidad proviene de falsos postulados éticos que haríamos muy bien en superar. Pondremos un par de ejemplos: sobre el modo de ascender y sobre la dicotomía entre subordinado y directivo. Según Peter, hay dos formas de ascender: por el impulso recibido desde arriba, gracias a los lazos creados por quienes están en la parte alta de la jerarquía; y por el empuje personal, fruto de la creatividad y el esfuerzo individuales. La mentalidad moderna tiende a condenar lo primero y aplaudir lo segundo. Pero Peter demuestra que el primer método no sólo es más fácil, sino también más beneficioso para el conjunto de la organización. La razón es bien sencilla: un superior puede juzgar con mayor criterio las capacidades de un subordinado tratando personalmente con él que repasando en un papel su cumplimiento estricto de las funciones asignadas. Lo primero premia las capacidades personales en función de los resultados buscados; lo segundo, premia la coherencia y rigor de la aplicación standard de los principios de la organización. Una organización que mira a las personas y a los resultados reales que éstas provocan, en lugar de mirar el perfecto funcionamiento de su mecanismo interno, es, sin duda, una organización más preparada para el éxito. Hay otra razón para que el empuje y la creatividad individual apenas tengan repercusiones sobre las posibilidades de ascender de alguien. Peter explica incluso que las personas con mayores papeletas para ser despedidas son los sumamente incompetentes… y los super-competentes. ¿Por qué huyen las organizaciones de este segundo perfil? Sencillamente, porque desestabilizan la organización. Ciertamente, esos “sujetos esforzados” tienen a pensar que por el hecho de “empujar” con mayor fuerza se merecen un resultado y una recompensa distinta al resto. Pero la evidencia demuestra que las piedras no se mueven “a trozos” según el impulso de cada hombre, del mismo modo que quien más fuerza pone sobre la piedra no avanza más deprisa que el resto. Sólo el individualismo moderno puede alentar esa ilusión. La constatación sobre el despido de los empleados super-competentes debería hacernos reflexionar sobre la importancia de descentrar nuestra mirada egocéntrica sobre el individuo para mirar hacia las posibilidades del conjunto de la organización. Imaginemos que queremos trasladar una mesa de una habitación a otra. O todos aplicamos la misma fuerza para sostenerla a la misma distancia del suelo, o la descompensación llevará la tarea al fracaso. El segundo ejemplo es todavía más evidente: ¿Por qué damos por hecho que un buen subordinado puede ser un buen directivo? El sentido común, la experiencia y la sabiduría de los siglos nos revelan que esto no es así. Pero nos lo creemos, porque en algún momento cierta ideología igualitarista y cierta visión romántica del hombre hecho a sí mismo nos han vendido que conviene pasar por todos los puestos inferiores para poder ser un buen directivo. Pero el hecho es que cada puesto exige capacidades distintas, y quien brilla con unas funciones puede ser un zote en otras, y viceversa. Peter no lo trata, pero habría que añadir a su análisis sobre el nivel de incompetencia el análisis del “con quién”. Una misma persona, con unas mismas funciones, puede ser tremendamente eficiente o tremendamente nociva según “con quién” desempeñe esas funciones. Ciertamente, la mirada sobre el equipo (sobre cada miembro del equipo) era una tarea pendiente en los 60. Todavía hoy, pues si bien es cierto que ya hay cierta cultura de contratar y organizar el trabajo por equipos, no la hay tanto en la valoración de las posibilidades de cada persona en relación con las otras con las que trabaja… o va a trabajar. En síntesis, creo que una re-lectura en pleno siglo XXI de los postulados de Peter puede ayudarnos a revisar las leyes jerárquicas tradicionales con ojos menos viciados que cuando se escribió aquel polémico ensayo. En el peor de los casos, la lectura de El Principio de Peter nos provocará cierta hilaridad y cierta luz para comprender algunas situaciones personales cuyo sentido se nos ocultaba. En el mejor, nos ayudará a pensar cómo convivir en estructuras organizacionales con una cierta comprensión de sus limitaciones y posibilidades, y toda comprensión de buena voluntad que escape del cinismo abre posibilidades para encontrar ese lugar donde la vida se ensancha.

Fotografía de Álvaro Abellán

$red

Doctor en Humanidades y CC. Sociales

Profesor en la UFV

DialogicalCreativity

Plumilla, fotero, coach