CRÓNICAS DEL ESPACIO INTERIOR
Pícaros y quioscos
Por Álvaro Abellán2 min
Opinión20-01-2002
Interrumpió su conversación con aire de suficiencia, como si le molestáramos las ovejas recién salidas por el torno del Metro. "¿Cómo podría recuperar las películas anteriores de El Patrino?" le pregunté con mi balido afónico provocado por el último virus del 2001. "Si no tienes los cupones, te las podría pedir, pero me van a pasar factura y te tendré que cobrar las 1.000 pesetas que no se te descuentan, más las 495, más el precio del periódico". "Gracias", le susurré mientras huía de aquellos precios y de su mirada "yo no tengo la culpa de que seas un retrasado". Pasé por casa, comí y fui a otros quioscos, esta vez sobre la superficie urbana, con la esperanza de que estuvieran más atemperados por el sol de media tarde. Mi quiosquera preferida ya había cerrado. Es mi favorita por su carácter afable y por estar frente al Opencor de Goya, donde hojeo las revistas y periódicos del día tranquilamente y con calefacción para luego, al salir, comprarle a ella lo previamente seleccionado. Pasé a la acera de enfrente y cogí El Mundo -en el Opencor había visto que venía con El Cultural y con el cupón de El Padrino III. Mientras le enseñé el periódico y le extendía un billete, pregunté al quiosquero sobre los padrinos I y II. Me quedé con la mano extendida, pues el busto del joven había desaparecido bajo el mostrador. Al rato, se alzó con las películas y periódicos retrasados, cortó los cupones con unas tijeras que sacó de su manga y me hizo la cuenta en euros. No preguntó si quería comprarlos, lo dio por hecho. Yo hubiera pagado, contagiado por su celeridad y previsión, más que esos 7,60 que me sacó. Cuando estás emocionado cuesta más valorar los euros de juguete, que me recuerdan más a mi infancia -con su olor a plastilina- que los auténticos billetes del Palé o el Monopoly. Creo que lo justo hubiera sido darle ocho euros, no sé cómo no es costumbre dar propina a quienes nos ofrecen un servicio más completo de lo que podríamos esperar de ellos. O, como bien me enseñó mi padre, invitarles a un café y trabar conversación animosa con quienes saben que un servicio no es intercambio económico, sino una oportunidad de encuentro. Para cuando vuelva a perder el tren de una promoción, ya sé quién puede solucionarlo y, por supuesto, aprenderé a recompensarlo.