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¿TÚ TAMBIÉN?

‘Zapaterarias’

Fotografía

Por Álvaro AbellánTiempo de lectura4 min
Opinión02-03-2008

Saben agridulces los debates de nuestros candidatos. Por un lado, porque esperamos mucho más de lo que son capaces de ofrecer nuestros políticos. Son una decepción. Seamos justos: son el espejo de nuestra propia decepción. Por otro, porque -parece contradictorio- la mediatizada política del siglo XXI no necesita ya de la retórica clásica de los pueblos romano y griego. Entonces, ciudadanos y senadores se jugaban el gobierno y la vida -a veces, literalmente- en la suerte de sus a veces improvisadas palabras ante el tribunal o el senado. Hoy, son otros los que “tensan” el debate a las órdenes del jefe y los que caerán en desgracia si el foco está mal colocado o la corbata resulta equivocada. Uno de los dos perderá las elecciones, pero a ninguno le espera el destierro ni le faltarán amigos y apoyos para que en su vida les falte de nada. Hubo algo notable del primer debate: el Rajoy de la retórica repetición de a qué Zapatero creer: “¿Al que dijo que no hablaría con ETA o al que luego reconoció que siguió hablando con ETA? ¿Al que… o al que…?” Así en repetidas ocasiones. Si esto no fuera Internet, sino un diario de 1930, la magia de no tener tele y la pluma de un romántico periodista convencería al pueblo de que Rajoy habló como Cicerón y Zapatero quedó como Catilina. Corría el año 64 cuando el partido de la aristocracia encumbró al provinciano Cicerón como candidato contra el populista Catilina. Éste planeaba a asesinar a varios cónsules para hacerse con el poder y su conspiración, aunque conocida por muchos, aún no había sido probada. Cicerón tuvo que improvisar algunas palabras, cuyo exordio ha pasado a la historia de la Retórica y es sin duda el más famoso de éste orador, maestro de los maestros de oratoria: “¿Hasta cuándo, Catilina [léase “Zapatero”], vas a abusar de nuestra paciencia? ¿Cuándo nos veremos libres de tus sediciosos intentos? ¿A qué extremos se arrojará tu desenfrenada audacia? […] ¿No comprendes que tus designios serán descubiertos? ¿No ves tu conjuración fracasada por conocerla ya todos? ¿Imaginas que alguno de nosotros ignora lo que has hecho anoche y antes de anoche; dónde estuviste, a quién convocaste y qué resolviste? ¡Oh, qué tiempos! ¡Qué costumbres! ¡El Senado sabe esto, lo ve el cónsul y, sin embargo, Catilina vive! ¿Qué digo vive? Hasta viene al Senado y toma parte en sus acuerdos, mientras con la mirada anota los que de nosotros designa a la muerte!” Tal fue la presión a la que Cicerón sometió a Catilina que éste huyó de la ciudad esa misma tarde. Pero Rajoy no es Cicerón, ni estamos en la Roma del año 64, ni en la España de 1930. Así que todos vimos lo que pasó por la tele y ningún periodista romántico puede hacernos creer que nuestros políticos tienen más categoría de la que tienen. Rajoy no es Cicerón, pero Zapatero tiene rasgos de Catilina. Como el romano, nuestro actual presidente del Gobierno ha mentido a los representantes del pueblo y al pueblo mismo, ha negociado políticamente con terroristas y ha permitido su financiación con fondos públicos y ya nada puede hacernos creer que no lo volverá a hacer. Mintió desde la oposición al firmar el “Pacto Antiterrosita” al tiempo que su gente re reunía a escondidas con ETA. Mintió ya como presidente del gobierno al decir que hablaría con los terroristas, pero que no negociaría políticamente con ellos. Mintió cuando dijo tras el atentado de la T4 que ya no volvería a hablar con ETA, al tiempo que seguía haciéndolo. Gracias a Dios, nuestras leyes no condenan a nadie a muerte, como hacían con ligereza las romanas. Por desgracia, nuestras leyes son permisivas no ya con la mentira pública de nuestros gobernantes, sino por permitirles mantenerse en el poder después de cometer la peor de las perversiones en un Estado de Derecho: la de convertir en interlocutor político válido a una banda de asesinos. Por eso, como entonces a Catilina hoy a Zapatero cabría decirle lo que dijo Cicerón: “¿Hasta cuándo vas a abusar de nuestra paciencia?” Y “Márchate, pues, Catilina, para el bien de la República”. Querido Cicerón, ¿Tú también te escandalizas cuando un país permite que le gobierne alguien que ha traicionado a sus ciudadanos? Tú y yo, como el ficticio Hamlet (“Algo huele a podrido en Dinamarca”) sabemos que cuando obra mal quien gobierna, la podredumbre se extiende a todos los rincones del país. Tú y yo, como Hamlet, queremos un país que no paga traidores, que es la primera condición para edificar ese lugar donde la vida se ensancha.

Fotografía de Álvaro Abellán

$red

Doctor en Humanidades y CC. Sociales

Profesor en la UFV

DialogicalCreativity

Plumilla, fotero, coach