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ANÁLISIS DE DEPORTES

Guante de seda en mano de hierro

Fotografía

Por Roberto J. MadrigalTiempo de lectura3 min
Deportes05-06-2005

La ola de dimisiones en la cúpula del Barcelona han vuelto a dejar en el disparadero la gestión de Joan Laporta. Las críticas han apuntado en la misma dirección: el presidente no ha sabido encajar las opiniones discordantes, lo mismo que a principio de temporada salió a relucir con la crisis de la sección de baloncesto. Con las vacantes de Sandro Rossell, Josep María Bartomeu, Jordi Moix y Jordi Monés –los tres últimos del área deportiva y económica–, la directiva se ve sometida a una purga tal que obliga a nuevos nombramientos que han de ser sometidos a la asamblea general de los socios, con la posibilidad –muy remota, con todo– de que en caso de no encontrar un sustituto, habría que convocar nuevas elecciones a la presidencia del club. Otro de los puntos que más han resaltado los dimisionarios, no por sabido menos relevante, ha sido la influencia en la sombra de Johan Cruyff, que en su día avaló la candidatura de Laporta, con quien mantiene una estrecha amistad. El holandés, cabeza visible del Dream Team que ganó la Copa de Europa en 1992, fue el azote del ex presidente José Luis Núñez, pero por lo que parece, sigue inspirando las líneas maestras de la política del club y filtrando los enemigos y afines que más convienen. Lo cual es una manera de entender el fútbol, respetable, pero que choca con el talante renovador con que Laporta llegó a la presidencia hace dos temporadas: desde entonces ha habido demasiadas rectificaciones, poco lógicas a tenor de la claridad de ideas con que llegó al cargo. La teoría del Pepito Grillo no parece, desde luego, una quimera. La situación, por encima de la simpatía o el rechazo a lo que sucede, es reveladora con respecto a la complejidad que supone gestionar un grupo que –desde los simples aficionados que se divierten animando al Barça hasta los nacionalistas recalcitrantes que ven un símbolo para sus aspiraciones políticas– aúna sensibilidades tan diversas que a menudo se oponen entre sí. Uno de los problemas de querer aglutinar tantas tendencias es que, por contentar a todos, se pierde el norte, pero otro es prescindir de la sana discrepancia –no parece que los directivos, más allá del manifiesto desacuerdo, hubieran querido torpedear las decisiones del presidente– y deshacerse de ella, de malos modos, como si fuera delito. A Laporta le salvan, hasta cierto punto, los éxitos deportivos. Pero el soci no debe dejarse engañar: el Barcelona está iniciando el camino para llevar las grescas de la grada, una vez silenciados los ultras como los Boixos Nois, a la arena institucional: el tiempo dirá si el club no termina por aglutinar al ala más reaccionaria del catalanismo. Después de todo, la catalanidad es una de las banderas del presidente, y los silencios ante lo que los más moderados pueden considerar una salida de tono indican que algo hay de cierto. Son los tiempos que corren, pero es una contradicción flagrante con respecto a la vocación de universalidad que un club como el Barça aspira a tener.

Fotografía de Roberto J. Madrigal