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IMPRESIONES

¿Y si el mal no está en el ébola?

Fotografía
Por Álvaro AbellánTiempo de lectura2 min
Opinión13-10-2014

No parece casualidad que días después de escribir sobre “Naturaleza, mundo y hogar” caiga en mis manos un comentario de Lubomír Dolezel sobre la genial novela de Daniel Defoe. Tampoco creo que esta historia de un hombre que ha de luchar con la naturaleza nos deba resultar ahora inoportuna, precisamente cuando el mundo civilizado parece verse amenazado por una enfermedad venida de África. Robinson Crusoe huye de una familia, un hogar, una civilización y un bienestar notables… pero asfixiantes, llenos de órdenes y normas, en el que su futuro ya estaba eficiente y lógicamente predeterminado. Su nave encalló junto a una isla virgen, alejada de la civilización. Robinson se sabe desprotegido, menesteroso, rodeado de la salvaje y poderosa naturaleza. Su primera decisión será tan práctica, como simbólica: recupera los restos de civilización que han sobrevivido al naufragio. Aquel joven que quiso huir del mundo, se acopió de los últimos restos que le vinculaban con su pasado. Sabía que necesitaba todo su bagaje material y espiritual para sobrevivir a la cruda naturaleza. La relación entre Robinson y la naturaleza podría leerse en clave de poder –a ver quién domina a quién– o en clave de un inevitable conflicto, que el hombre puede elevar a una armonía mayor. Podemos suponer que la naturaleza es ciega para golpear mortalmente a Robinson sin intencionalidad o maldad alguna. Así lo hace y, sin embargo, los males naturales que sufre Robinson –entre ellos, la enfermedad– no acaban con él y terminan por hacerle físicamente más fuerte, moralmente más noble, espiritualmente más humano. Cuando Robinson logra construir su paraíso y se muestra, aparentemente, reconciliado con el mundo y con Dios, aparece la prueba definitiva. Una huella humana en el suelo de su isla. Pasarían años hasta que lograra ver al responsable de esa huella, pero desde aquel momento vivió en el «temor al Hombre». Cuando se encuentra cara a cara con ese «otro» superará el miedo sometiéndolo como esclavo. Sólo años después logrará reconciliarse con «el otro», de un modo, otra vez, práctico y simbólico: bautizará a «Viernes», quien, espiritualmente, ya no será «esclavo», sino «hermano». La naturaleza nos regala habitualmente muchos bienes y de vez en cuando terribles males, pero ella misma no es moralmente buena o mala, sino más bien ciega. Luego está el modo en el que nosotros nos relacionamos con ella; y el modo en el que tratamos a las otras personas cuando vemos que lo que portan –su libertad o su enfermedad– puede ser una amenaza para nosotros. El modo en el que nos relacionamos con la naturaleza, con las enfermedades, con el ébola y los tifones, con los contagiados, sí que revela si nosotros somos de los buenos o si somos de los malos. Revela si nos hacemos más o menos fuertes, si nos invita al sacrificio o exalta nuestro egoísmo, si nos refuerza como hermanos, o nos divide, esclaviza y desespera. Que cada uno «se lo mire» y saque sus propias conclusiones.