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ANÁLISIS DE CULTURA

La ensaladilla rusa era de Olivier

Fotografía

Por Marta G.BrunoTiempo de lectura3 min
Cultura24-09-2018

Todos tenemos predilección por un restaurante en particular. Ese local que guarda en su memoria pedidas de matrimonio, anuncios importantes y otras tantas celebraciones anotadas en el calendario. Y aunque la variedad sea ahora descomunal, se cuentan con los dedos de las manos los que enamoran al estómago, que es el que de verdad marca la pauta de las grandes decisiones, o al menos ayudan a hacerlas más llevaderas. Y el cierre de uno de ellos, de uno de los favoritos, provoca en el alma un desasosiego comparable a la despedida de un buen amigo que se va lejos y que no sabes si volverás a ver.

 Escondido entre el legado de la dinastía de los Habsburgo, en la siempre bucólica calle Yeseros luce esquinado el mejor restaurante ruso de Madrid. Y Rasputín lo es porque cumple todos los requisitos para serlo: deliciosa comida, ambiente embriagador, de los que transportan al país del que es lo que se degusta y un trato exquisito y cercano, familiar. Algo casi imposible en una ciudad de restaurantes pasajeros muchas veces capitaneados desde la distancia y no entre fogones, que es donde suceden las cosas.

 Los años pasan sin remedio para todos y a las puertas de su jubilación, la que escribe estas líneas disfruta su adiós con una nueva visita al templo de los blinis, la Smetana y el Strogonoff, el caviar Beluga, el vodka para los valientes, una tarta de mousse de chocolate (de escándalo) llamada Irina, aderezados con los acordes de la imponente voz de Iván Rebroff, entre otros; la decoración de estilo ruso puro. Sus dueños se jubilan porque tienen todo el derecho de hacerlo. Sus clientes más fieles también tenemos el derecho de llorar su marcha. 

Un restaurante que atrae hasta tal punto de inspirar un viaje a Rusia para comprobar, entre otros aspectos, si los blinis son como los pintan
 El restaurante continúa, con el deseo de que todo siga como está. Sin sus actuales dueños es imposible que eso ocurra. O al menos habrá que acostumbrarse. Un restaurante que atrae hasta tal punto de inspirar un viaje a Rusia para comprobar, entre otros aspectos, si los blinis son como los pintan. Nada que envidiar. Lugar en el que comprobar que nos hemos inventado la receta de la ensaladilla rusa, de época zarista y que en realidad se llamaba como su autor, Olivier, y que entre sus ingredientes no llevaba entonces atún, sino carne de urogallo. En la actual tampoco, sino carne de pollo. 

 Con los años y en general con la modernidad el Madrid gastronómico se ha convertido en un ir y venir de locales. Será que el negocio de la hostelería es duro, que la clientela se aburre a la primera de cambio o que cada vez es más exigente. Ya ven, hemos pasado del cochinillo a las mil maneras de cocinar el foie. Ahora se usan todo tipo de utensilios para hacer más divertido el oficio del cocinero. El comensal cada vez pide más, ¿qué será lo próximo?

Son 29 años que dan para visitas de políticos y actores, con un contexto decorativo más de zares que de Lenin
 Son 29 años que dan para visitas de políticos y actores, con un contexto decorativo más de zares que de Lenin (De lo contrario quizás podría haberse convertido en centro neurálgico podemita) pero con el mismo misticismo del personaje histórico que da nombre al lugar. Ya lo dijo en una ocasión Otto Von Bismarck: el secreto de la política es la amistad con Rusia. Empecemos por el estómago.

Fotografía de Marta G.Bruno