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IMPRESIONES

Carta de ciudadanía

Fotografía

Por Álvaro AbellánTiempo de lectura3 min
Opinión16-01-2014

El otro día leí un tuit que decía: «¡No hay personas ilegales!». Como estamos en plena discusión con respecto de la nueva ley del aborto, pensé que era un eslogan pro-vida. Según nuestro Código Civil, «el nacimiento determina la personalidad» y «sólo se reputará nacido el feto que tuviere figura humana y viviere veinticuatro horas totalmente desprendido del seno materno». Cuando leí esto por primera vez, en mis años de estudiante universitario, no me lo podía creer. Es verdad que luego nos acostumbramos a todo, pero aun hoy sigue pareciéndome una cuestión en la que podrían inspirarse no pocas historias entre la ficción y el terror. Durante un tiempo, entre el nacimiento y la firma en un papel del registro civil que nos acredita como persona jurídica, somos oficialmente inexistentes. Sí, ya sé, hay otras salvaguardas jurídicas que nos protegen. La misma Constitución de 1978 dice que «todos tienen derecho a la vida», englobando con ese tecnicismo genial de «todos» -propuesto en una enmienda parlamentaria- a quien queramos, pero, en última instancia, si uno no es reconocido como persona, ¿forma parte de ese «todos»? Evidentemente, aquel tuit no podía ser de un pro-vida con el mismo trauma jurídico que yo. Era de un pro-inmigración ilegal, si es que existe esa expresión. Tampoco es fácil encontrar un nombre técnico para esa causa: ¿pro-dar-la-ciudadanía-a-cualquiera-que-se-cuele? Vamos, que era de una persona que denuncia el llamar «ilegales» a las personas que ingresan clandestinamente en un país, y que además al llamarlas «ilegales» estamos negando sus derechos inalienables. Lo que me llamó la atención de aquel tuit es que la misma persona que se escandaliza porque un extranjero que cruza el estrecho no sea inmediatamente reconocido como «ciudadano», está a favor de negar la vida a quien está a punto de salir de un útero para llegar a este mismo país. Y quiere quitarle la vida, precisamente, para que no llegue a ser «ciudadano». En todo caso, el segundo razonamiento -en favor de los derechos de los inmigrantes que acceden ilegalmente al país- es mucho más habitual que el mío y lo habrás escuchado otras veces. A mí, la verdad, no me parece menos absurdo que el mío. Ni el recién nacido ni la persona que in-migra ilegalmente son «ilegales» ni «inexistentes» ni «sin derechos». Lo que en ambos casos hay que reconocer es que este mundo o país en el que «ingresan» no parece estar muy preparado para hacerles ninguna fiesta. En ese sentido, estoy a favor de lo que defienden ambas causas, aunque sé que ambas son imposibles. Me di cuenta de esta paradoja de «la ciudadanía» concedida o negada cuando leí a San Pablo decir que por el bautismo adquirimos «carta de ciudadanía divina» y somos convertidos en «herederos». Tiene que ser un país muy particular ese en el que basta pedirla para obtener la nacionalidad, sin esperas ni requisitos, sin obligarte coercitivamente al pago de impuestos, sin limitar el número de personas que pueden entrar, sin importar de dónde vienes, ni qué traes, ni si llegas en buen o mal momento… Ese país, claro está, no puede ser de este mundo, pero sí puede ser el nuestro. Y el caso es que tiene aquí una embajada. Te sacas el carnet, lo deseas de corazón y ya puedes entrar en cualquier momento. Es justo al morir que, en lugar de marcharte, llegas.

Fotografía de Álvaro Abellán

$red

Doctor en Humanidades y CC. Sociales

Profesor en la UFV

DialogicalCreativity

Plumilla, fotero, coach