La crisis no sólo ha vaciado nuestros bolsillos, también ha provocado que nos rompamos.
Cada uno de nosotros se afilia involuntariamente a un grupo del que forma parte quiera, o no. Antes de la crisis, España se dividía históricamente y andaba siempre a la gresca entre izquierdas y derechas. Ahora hilamos aún más fino.
Uno es político, banquero o funcionario, parado o trabajador, catalán, gallego, vasco o español, inmigrante, emigrante o nativo, griego o alemán, religioso o ateo, rico o pobre, activista o conformista.
Nos empeñamos en dividirnos y clasificarnos en compartimentos estancos. Puede comprobarlo en los periódicos y telediarios, en la barra de cualquier bar, en la boca del político de turno: todos formamos parte de una sociedad limitada, ajena y aislada del resto. Por supuesto, ninguno de nosotros aceptaría el ingreso en su club de alguien como él.
Todos somos ahora un poco grouchomarxistas y también un poco independentistas. Todos llevamos dentro, digamos, un pequeño nacionalista. Uno de esos tipos que se esfuerza por reivindicar constantemente lo suyo frente a lo de los demás. Su condición, su estatus, su lengua, su hogar, su especialidad, su generación y un larguísimo y pormenorizado etcétera son su trinchera. Un terruño que defender a capa y espada en tiempos de guerra.
Guerra, desavenencia y rompimiento de la paz entre dos o más potencias, según la RAE. No encuentro otra definición mejor para los tiempos que estamos viviendo, porque la crisis no sólo nos ha esquilmado, también nos ha fracturado en mil pedazos enfrentados.