Viene septiembre refrescando. Y el pan con higos y un trago de mosto me entretienen estos días que van a menos, como a menos va la temporá en España. Apenas San Miguel, el Otoño, El Pilar y San Lucas. Y ya. Puntillazo. Los calditos y la matanza.
Estas semanas de atrás he estado distraído con las noticias que llegaban de Bilbao (¡ferión!) y el cante flamenco con voz de viejo del maestro Enrique Ponce. Ave fénix. Héroe. Mito de luces. Legendario. Historia. Torero de toreros. El de Valencia parece de los de mi época, cuando su abuelo Leandro ya fantaseaba con faenas históricas y triunfos de lidiadores.
Luego vinieron los de la televisión y nos entretuvieron una tarde de septiembre con el Talavante, que se puso a cantar y todo. Pero hubo más que eso: como los frutos de la higuera, el regusto a moscatel meloso que se escapa por la comisura. Es raro este Alejandro, pero el puñetero es muy bueno.
Los toreros de antes también eran buenos. Grandes. ¡Madre mía que si lo eran! Pero en estas calendas hacen el paseíllo un puñado de hombres que suenan templados como la guitarra del mejor lutier. No olvidemos a don Julián. Don Julián, mis respetos de abuelo...
Y a los pocos días, mi Ronda querida se engalanó para recibir al dios Morante. Yo me entiendo. Es que ser partidario de algunos mataores es como ser de una religión. Lo de las estampitas y la capilla es otra cosa. El toreo de José Antonio el de La Puebla quema el alma de la afición como la piel la letra de esos herraderos de invierno que me trajiné por Salamanca en mis épocas de saltatapias.
Está viejo este Curro, pero uno ya puede morir en paz, que soltó el Simeón. Como va a morir la temporá. Dios la tenga en su gloria. ¡Ay!
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