El chispeante es como llamamos desde siempre a las galas que los valientes lucen para atoreá, porque sus bordados, cristales y lentejuelas "chispean" bajo la luz de Lorenzo o las bombillas artificiales que se encienden con el atardecer. Hay duquesas que se compran un capote de paseo o una chaquetilla sólo por el placer de lucirlo en una taquilla de cristal en el salón de su casona, en homenaje de admiración a esos hombres que se juegan el tipo (más o menos hermoso) varias tardes al año.
Una vez, cuando andaba este saltatapias haciendo honor a ello por las dehesas de Salamanca (por cuando la mare se llevaba muchos disgustos porque su niño quería ser torero), en uno de esos pueblos donde se pasaba el capote para recaudar, faltó el chulo de toriles del lugar y, viendo mis hechuras y predisposición a quedarme quieto ante los cuernos, los mozos del pueblo me obligaron a tal designio.
Resultó que el torilero del lugar había prolongao su siesta en mala hora,y en mala hora este Curro abrió el portón del miedo vestido como estaba: con un terno alquilao que me hacía bolsas por las nalgas y que chispeaba menos que el sol entre la niebla en las Rías Baixas. Los aficionados, al verme pedir permiso al compañero vestido de aquella manera, me lanzaron todo lo que tuvieron a mano, los muy brutos, desde cantos rodados hasta boñigas de las mulas, porque consideraban una ofensa que este Curro vistiese con el uniforme de los héroes hispanos.
Así que estos días, cuando por los tendidos de Las Ventas oigo los comentarios y veo a los torileros vestidos de luces, me dan ganas de bajar al patio de caballos, llenar un esportón de cagás y desquitarme de aquel episodio que injustamente viví en mis años mozos obligado por los ídem del campo charro. Un respeto ¡oigan!
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