No hay respeto

20-03-2013
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A los tupper los llamábamos fiambreras.
Lo recuerdo a cuenta del debate en torno a la última ocurrencia de un alto cargo de Educación de la Xunta.

Los hechos: se debate una reforma del modelo de ayudas a la educación pública en el Parlamento y, en un momento dado, el político en cuestión deja caer que las autoridades no pueden garantizar "el análisis, trazabilidad y el principio de cautela" de los tupper que los alumnos llevan al colegio. Que precisamente por eso está completamente justificado que lo que antes recibía una subvención pública ya no la reciba tanto y que a partir de ahora a pagarlo. Y además, sin remedio, porque las fiambreras no son trazables.
Horas después rectifican: Perdón, que no era eso, que sí estarán permitidos, pero como no se pueden garantizar "el análisis, trazabilidad y el principio de cautela" de los tupper, que los niños se sentarán en un sitio aparte, por si todas esas palabras propias de un gestor de residuos tóxicos son infecciosas y acabamos todos fatal de lo nuestro.

La primera reacción ha sido la misma que habría tenido la madre del alto cargo si, sentado en la mesa, rechazara la comida por no poder garantizar "el principio de cautela" de la misma: Hasta aquí podíamos llegar, qué barbaridad, ni la comida de una madre nos van a respetar. Una colleja le caía, seguro.
Y, en fin, cuando uno recuerda las loas de algunos a nuestro presidente del Gobierno; cuando tira de archivo y rememora panegíricos sobre la austeridad y la sobriedad con las que llegó Rajoy a Los Quintos de Mora con su coche, su familia y su tupper en el maletero, no puede menos que esbozar una sonrisa. Por lo tozuda que es la realidad en una hemeroteca y por los golpes al hígado que a veces nos da a políticos y periodistas.

Con esa sonrisa y algo de sardonismo se sienta uno ante el teclado cuando recuerda algunas historias que le han contado sobre colegios públicos de la España de los últimos 30 años. Historias que seguro que se repiten en muchos otros centros de todo el Estado.
Resulta que existen algunos colegios, en algunos barrios, en los que algunos niños tienen, digamos, mal controlados los hábitos alimenticios y se presentan día sí, día no, todos los días, con poco o nada que comer.
Ábrase a partir de aquí el debate sobre los motivos, pero vamos al grano: esos casos existen. Lo podrán contar muchos profesores de la enseñanza pública sin suavizar tanto las formas.
Sumemos a esos casos los que produce la dispersión poblacional en la tierra gallega. El resultado es un mayor número de niños necesitados del apoyo de lo público: el colegio, la consejería, la Xunta y el Gobierno de Rajoy, que sabe por experiencia que aunque la comida se lleve en un tupper, llega fría.

Pero en este punto de la ecuación topamos con el maldito parné. Porque se supone que algunos, como contribuyentes, pagamos impuestos para garantizar que lo público haga ciertas cosas. Servicios de comedor, transporte a quien lo necesite, bibliotecas, actividades extraescolares, profesores de refuerzo, esas cosas.
Hasta hace unos años así, con sus más y sus menos, ha venido ocurriendo. Con nuestros impuestos, digamos, garantizábamos una educación pública de calidad, que facilita la igualdad de oportunidades. Que es para lo que algunos, insisto, pagamos nuestros impuestos.
Pero es que ahora, ay, los impuestos están a otra cosa.

Los impuestos están, por ejemplo, para el deporte europeo de moda: pagar deudas y amainar mercados. Eso, claro, no nos lo van a decir nuestros políticos, así que prefieren poner sobre la mesa el tupper.
Así no discutimos qué ha pasado con nuestras contribuciones, ni si podemos prescindir de las ayudas a los servicios de comedor en los colegios o la idoneidad del reparto de las partidas presupuestarias. No. Protestamos para evitar que prohiban los tupper. Derecho a un tupper digno y todo eso.
Y nos olvidamos que una vez nuestros impuestos sirvieron para eso hasta que los malgastaron y que ahora nos tocará pagar -otra vez, es decir, a repagar- por un servicio que hasta hace dos días se consideraba parte de lo público.
Y el que no pueda pagarlo, que se aparte con su tupper poco trazable. Toda una parábola de lo que la enseñanza pública de la igualdad de oportunidades acabará siendo de seguir por estos derroteros.

Así que, en fin, quizá sea mejor volver al principio: ¿Por qué llamamos tupper a una fiambrera?

Miguel Martorell

Colaborador de LaSemana.es desde 2003

Jefe de Sección en Europa Press

Autor del poemario Autócratas y de Memorias de un cualquiera

Twitter: @M_Martorell


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