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SIN CONCESIONES

La vida

Fotografía
Por Pablo A. IglesiasTiempo de lectura4 min
Opinión12-07-2016

Hay palabras que manan atropelladas, ideas que brotan con el freno de mano puesto, pensamientos que atraviesan la banalidad. Todo fluye pero nada consuma.

He tenido muy cerca al hombre más poderoso del planeta y no he sentido nada. Ni fu ni fa. Al fin y al cabo sólo es una persona, como cualquiera de nosotros. Ahora preside los gloriosos Estados Unidos de América pero dentro de un año será pasto de los libros de Historia.

He sentido alegría por mis vecinos portugueses, los que viven en una casa cercana y los que residen en el país que -junto a España- integra la Península Ibérica. Al ganar la Eurocopa ellos sienten lo que nosotros sentimos hace ocho años y revivimos hace cuatro. Habría que ser muy egoísta, resentido y desdichado para no compartir su satisfacción.

Sin embargo, hay un dolor ajeno que siento como propio. Pienso en una esposa y una familia que, de un minuto para otro, han visto morir a quien más querían. Una cornada televisada en directo para media España ha hecho volar al cielo a Víctor Barrio, un joven segoviano entregado a los toros hasta el punto de dejar su vida mientras lidiaba uno de ellos. El torero sabe que puede morir cualquier tarde pero ni el más experimentado barruntaría que va a morir en el siguiente movimiento de muleta. Víctor no murió ante el astado más grande ni el más peligroso. Pero sí el que Dios había colocado en su destino para llevarlo a su lado abriendo la puerta más grande que existe, la de la Gloria Eterna.

La sonrisa perenne de Raquel, su esposa, regresa una y otra vez a la mente. Las lágrimas de sus muchos amigos, algunos de ellos comunes en esta profesión tan pequeña, aproximan la desgracia. Veo en ella a mi prima, que hace cuatro años despidió con similar drama a quien más amaba. "Me ha tocado", susurraba en el oído al fundirnos en un abrazo, como la novia que abraza el libro del destino, donde todo parece escrito sin que podamos leerlo.

Víctor Barrio apenas tenía 29 años y muchos desalmados han festejado su muerte por el mero hecho de ser torero. Colocan el mal llamado sufrimiento animal al mismo nivel que la vida humana. No merecen más respuesta que orar por ellos a la vez que oramos por el alma del fallecido. Desde el burladero celestial en el que ahora descansa, seguramente esté repitiendo las palabras de Jesucristo en la cruz: "Perdónales señor porque no saben lo que hacen".

Pienso también en otra mujer, asesinada en Melilla por su pareja sentimental. Sólo tenía 22 años y un hijo de pocos meses. ¿Qué empuja a un hombre a matar a su mujer? ¿Qué estamos haciendo tan mal para que nuestra juventud repita los peores errores de la generación machista que nos precedió? Una y mil veces me repito la pregunta y nunca encuentro respuesta. Nunca. Y duele, duele.

Pienso en Miguel Ángel Blanco, del que casi nos hemos olvidado 19 años después de su secuestro y asesinato a manos de la banda terrorista ETA. Nunca olvidemos a nuestras víctimas, a ninguna. Pienso en sus padres como en 1997 y en su hermana Marimar, siempre tan luchadora y tan fuerte, y pienso en la novia del concejal de Ermua, que lloró más que nadie y con pena tuvo que reiniciar su vida.

Pienso en nuestra vida y pienso en la muerte que nos acecha. A nuestros seres queridos, los que recientemente se han ido y los que sin olvidar casi no recordamos. Pienso en las moiras y cuándo cortarán nuestro hilo vital: al girar una curva y encontrar un coche de frente, al sentir un dolor inesperado en el pecho, al pudrirnos con la peor enfermedad como nuestra compañera Mara (¡tan joven!), al coincidir con unos terroristas en el aeropuerto, al caer de una silla, al cerrar los ojos simplemente...

Pienso en la muerte y, de inmediato, pienso en la vida. ¡Tan hermosa la vida! Debemos dar gracias por cada minuto y disfrutar de cada minuto con agradecimiento. Vivimos rodeados de milagros diarios. Una cornada directa al corazón ha matado a Barrio pero tantos otros se salvan por centímetros como si un ángel de la guarda les salvara in extremis. Decimos adiós a familiares por caprichosas enfermedades y, a la vez, mantenemos a otros casi de carambola. La muerte nos acaricia muchos días y, sin darnos cuenta, la esquivamos. Hasta que nos toca.

Hoy nada me importa más que la gente que quiero y la gente a la que quieren aquellos a los que quiero. La vida lo merece. Ellos lo merecen. Haz lo mismo con los tuyos.