ANÁLISIS DE CULTURA
Pinturas negras
Por Marta G. Bruno3 min
Cultura29-06-2016
Llegar al Museo del Prado pensando que vas a ver (por fin) la exposición de El Bosco, pero la realidad te lleva a las Pinturas Negras de Goya. Podría ser cuestión del destino, pero el escenario es más llano. Falta de previsión y el no haber reservado las entradas a tiempo. Y entonces, una vez más, la pinoteca exalta la imaginación del espectador en su versión más ingeniosa y retrata la España ávida de los valores de la Ilustración que reclamaba el pintor. Goya se queja a través de los trazos, más de 200 años después.
Y la Quinta del Sordo dio la clave. Le pregunté a mi compañero y amigo si no le gustaría haberse adentrado en cuerpo y alma en la finca de Carabanchel Bajo. Antes o después de ver o leer la obra de un artista un impulso empuja a visitar su morada, casi siempre humilde, o al menos especial, en la que existe algo que embriaga al visitante. Como la pensión de doña Luisa en la que vivió Antonio Machado en Segovia entre 1919 y 1932 y por la que pagaba la cantidad de 3,50 pesetas al día en la calle de los Desamparados. O el apartamento de Fiódor Dostoyevski en el barrio de los Mercados de San Petersburgo, y en la que aunque al entrar uno nota que no es una vivienda cargada de memorias (no vivía más de tres años en la misma casa), es en la que murió y en la que tejió Los hermanos Karamazov. En la que incluso se conserva su cajetilla de cigarrillos, una de las últimas que fumó pese a las advertencias de su médico. El reloj de su escritorio marca las 20:38, la hora exacta de su muerte. Más de un siglo después, inalterado el momento, es inevitable clavar los ojos en ese magnánimo tesoro mientras se oye el sonido decrépito del viejo parqué. No vivió demasiado allí, pero lo suficiente para dejar allí la huella de su misterioso carácter.
O el viejo columpio de la casa de Renoir en la rue Cortot del barrio de Montmartre en París, cerca del Lapin Agile, donde la sensualidad aparentaba esa inocencia pícara que embadurna la zona más mágica de París. No era un lugar cualquiera, sino lo que su amigo George Riviére recordaba: "En cuanto Renoir entró en la casa, se sintió fascinado por la vista del jardín, que parecía un bello y abandonado parque". Lo curioso es que aún siga desprendiendo esa sensación, adornado por un viñedo que no pega demasiado pero que por lo mismo marca aún más.
Mi amigo y yo nos quedaremos sin ver la finca de Goya por la que habría pagado 60.000 reales y en la que pasaría sus años más funestos, o quizás más reflexivos, en la que según sus vecinos pintaba cosas “horribles y sanguinarias”, aunque visto de otra forma, podría ser la forma más explícita y puede que sensata de reflejar la sensación del país que había visto con sus ojos. Saturno devorando a sus hijos es hoy un cruel análisis de la vida misma.
Goya, alineado con los afrancesados, con los liberales cuyos pensamientos quería implantar en el país, acabó en el exilio. Tan grande es el amor que siente por su pueblo que la irracionalidad de sus pinturas en la última etapa de su vida podría ser la llave de esa impotencia o “esquizofrenia artística”. No es la búsqueda de lo feo un insulto al gentío, sino la crítica hacia los que no quieren despertar.