ANÁLISIS DE INTERNACIONAL
Presidente, la decisión de torturar es solo suya
Por Isaac Á. Calvo3 min
Internacional15-12-2014
Washington, 10:00 h., despacho oval de la Casa Blanca. ―¡Señor presidente!, un hombre se ha presentado en una comisaría de Nueva York y dice que ha puesto diez bombas de gran potencia en la ciudad. Asegura que están en zonas muy concurridas, pero que solo él sabe los lugares exactos y los códigos para desactivarlas. ―Es posible que sea algún desequilibrado que quiere llamar la atención. ―No, señor presidente, ha mostrado vídeos de la fabricación y de la colocación, pero no conseguimos averiguar dónde es. Hemos investigado, sabemos que ha regresado de Irak y podría tratarse de un lobo solitario. ¡La amenaza es creíble! ―¿Y qué pide a cambio de decirnos los lugares y los códigos? ―Nada, señor presidente. Nuestros mejores hombres llevan horas interrogándolo y no avanzan. Está muy calmado, dice que quiere colaborar, pero que tenemos que encontrar la forma de que confiese. Recalca que ha puesto las bombas porque nos lo merecemos por nuestra prepotencia y por nuestros abusos. Quiere ver cómo actúa la primera potencia del mundo cuando miles de sus ciudadanos están a punto de morir, como en el 11 de septiembre de 2001, pero esta vez estando sobre aviso. ¡Es un juego macabro! ―¿Qué plazo tenemos? ¿Cómo está Nueva York? ―Las bombas explotarán esta tarde, en plena hora punta, señor presidente. Toda la Policía de Nueva York y el FBI están peinando la ciudad en busca de los artefactos, pero con discreción para no desatar el pánico, pero... ―¿Pero qué? ¡Hable! ―Señor presidente, el detenido afirma que los medios van a recibir un vídeo en el que cuenta sus planes, y donde dice que estamos al tanto y que podemos evitarlo si queremos. ―¡Hay que desalojar la ciudad, ya mismo! ―Señor presidente, es imposible mover a nueve millones de personas en solo unas horas. No sabemos dónde están las bombas. En el desalojo, sin querer, podemos acercar a la población a alguno de los focos de explosión. Las horas pasaban, la búsqueda no daba resultados, y el detenido no hablaba pese a los esfuerzos policiales y a las ofertas de acuerdos judiciales. En Nueva York empezaba a correr el rumor de que algo malo ocurría. ―Nada, señor presidente, no hay avances. ―Pues solo nos queda rezar para que nos dé tiempo a encontrar las bombas y a desactivarlas. ―Hay una posibilidad, señor presidente, pero no sabemos si funcionará. Presidentes anteriores han recurrido a ella y ha dado resultado. Es saltarse la ley y forzar una confesión del detenido. ―¡Pero qué dice! La ley y la moralidad están por encima de todo. No se debe hacer el mal para evitar un mal mayor. ―Perdone el atrevimiento, señor presidente. Solo se lo comento para que valore la posibilidad de salvar a miles de compatriotas inocentes aunque tenga que saltarse las leyes y la moral. Al fin y al cabo, es un terrorista que está jugando con nosotros y poniendo en jaque a la primera potencia del mundo. Nadie dice que haya que matarlo. De hecho, lo necesitamos vivo para que nos informe de dónde están las bombas y de sus códigos de desactivación. ―No puede ser. Si recurrimos a la tortura nos convertimos en monstruos, generamos más odio en nuestros enemigos y nos ponemos al nivel rastrero de los criminales a los que abominamos. ―Tiene razón, señor presidente, perdone el atrevimiento. Entonces, es conveniente que vayamos preparando su discurso para los funerales de Estado por las víctimas. También, deberíamos ir pensando en qué explicación oficial daremos a las familias de los fallecidos y al Congreso. Recuerde que los medios han recibido un vídeo donde el terrorista cuenta que estuvo en nuestras manos evitar la masacre. ―¡Oh, Dios mío! Menudo dilema. ¡Es usted mi asesor!, ¿qué hago? ―Señor presidente, la decisión de torturar al detenido es solo suya, pero dése prisa, el tiempo se acaba.