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ANÁLISIS DE SOCIEDAD

Pollo con nada

Fotografía

Por Almudena HernándezTiempo de lectura4 min
Sociedad01-10-2018

Guisaba el pollo mejor que un 'chef' Michelín. Entrar en su casa y destapar su vieja cacerola de aluminio era un premio. Aquello sabía a gloria bendita. Y ella decía que no añadía nada a aquel plato más que la zanahoria y la cebolla que los de la prole atinábamos a ver en una salsa melosa y acaramelada. "¿Qué le echas al pollo, abuela?" Y ella siempre decía que nada. 'Pollo con nada'. Platazo.

De la abuela Magdalena recuerdo varias recetas, como las rosquillas de anís y los emparedados, las puches y el pastel de patata, los encrocretados y las torrijas, el redondo y la sopa de las fiestas, las patatas fritas cuadraditas, los huevos rellenos, los filetes empanados que machacaba con una piedra blanca de río sobre un papel en el brocal del pozo, la mahonesa que hacía a mano con el mortero... También recuerdo que merendaba muchas tardes pan con chocolate y en Navidad se relamía con el de la taza.

Cuando guisaba ella comíamos como los señores de los de aquellas familias adineradas a las que había servido en la posguerra en Madrid, dejándose las rodillas encerando sus suelos, retorciéndose los dedos artríticos y ganándose la vida acompañándoles como interna incluso a los veraneos en San Lorenzo de El Escorial, Mahón y San Sebastián. Antes, la abuela, apenas una niña, sobrevivió como pudo a aquella contienda entre hermanos. Relataba con terror, dolor y asco las carreras hacia los búnkers, el hambre y los piojos de la guerra civil. En el pueblo la pasaron mejor, decía. Y en el pueblo acabó viviendo un buen puñado de décadas junto a 'su' zapatero.

Todo aquello, entendí no hace demasiado, la marcó de por vida el carácter y la dejó cicatrices en el alma imposibles de sellar con pastillas para los nervios. También, con el tiempo, aprendí a querer a la abuelilla, y aunque no era mi preferida, veía con ternura y una sonrisa cuando ella invocaba a santa Bárbara porque se avecinaba la tormenta. Al primer trueno, apagaba las luces y la televisión y bajaba las persianas. Se acabó lo que se daba. Se declaraba una especie de Estado de excepción.

La abuela Magdalena me enseñó a hacer ganchillo. Lo aprendí con la nostalgia de aquellas tardes en el rincón de la calle al que salía a zurcir, tejer, coser y bordar con las vecinas mientras cortaban el traje a algún paisano. También rezaban sentadas en bajitas sillas de cuerda y madera con sus cestillas de mimbre y ovillos embarullados a modo de rústicos costureros. No pocos ratos de sus 94 años pasó al aire, en la puerta de su casa...

A la abuela la llevaban los demonios cuando los nietos nos sentábamos en el sofá y tirábamos los pañitos blancos de choché almidonados con agua de arroz que reposaban en la cabecera y los brazos del mueble. "¡Los pañitos!", nos decíamos con sorna. Y tampoco le gustaba que descolocásemos los cacharritos de los muebles, muchos de ellos estampitas e imágenes en miniatura de medio santoral. Pero luego nos hacía disfraces y chalecos de pastorcillos para la Navidad y nos sentábamos con ella los domingos en misa, de la que no se debía enterar porque la pasaba rezando el rosario por lo bajinis.

La abuelilla llevaba gafas de culo de botella por encima de sus arrugas casi centenarias, y era bajita y barrigona como lo somos muchas de las mujeres de la familia, pero un retrato a carboncillo la inmortalizó en su perfecta juventud a modo de estrella clásica de Holywood. Tenía una belleza antigua tan magna como su carácter, que no dejó indiferente al perfecto complento de José, el zapatero alegre y cariñoso y nuesto repeinado Fred Astaire particular. Y su casa casi siempre desprendía olor a rosas y hierbabuena que cortaba del patio y ponía en vasos de agua.

Nunca estamos a la altura de amar sin más y siempre nos damos cuenta de que teníamos un tesoro ante los ojos cuando ya no podemos verlo. La abuela Magdalena, la que nos pedía un beso llamándonos "pocholos" a los nietos, la que nos criticaba el largo de la falda o la arruga de la chaqueta, andará disfrutando de un banquete en el que, seguro, el plato estrella será un humilde 'pollo con nada'.

Aquí, por suerte o por desgracia, tiene una nieta periodista que, después de mucho tiempo, ha desempolvado el teclado para escribirla un obituario. No sólo va a ser un género para personalidades, hombre.

¡Que aproveche, 'Pochola'! Nos vemos en el rincón de la costura. Lo prometido es deuda.

Fotografía de Almudena Hernández

Almudena Hernández

Doctora en Periodismo

Diez años en información social

Las personas, por encima de todo