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IMPRESIONES

Educación para la empleabilidad

Fotografía

Por Álvaro AbellánTiempo de lectura4 min
Opinión09-03-2015

Llevo unos meses leyendo detenidamente multitud de artículos académicos y divulgativos sobre educación. Me da la impresión de que hay dos grandes corrientes o, mejor dicho, una gran corriente tan monolítica y predecible como son los lobbies de opinión y, luego, una serie de artículos e investigaciones que se desmarcan del discurso oficial y que, por eso mismo, parecen formar una sola alternativa, ya que ponen el acento, aunque de forma distinta y desde tradiciones intelectuales dispares, en todos los problemas que parece desconocer –y agrava– la corriente dominante.

Quiero compartir contigo algunos tópicos de esa corriente dominante y limitarme a plantear la posibilidad, sólo la posibilidad, de que igual las cosas son o pueden ser un poco distintas. El primer tópico puede sintetizarse así: “La enseñanza tradicional es caca y el Aprendizaje Basado en Competencias mola”. No hay un solo discurso de estos pedagogos que no comience rechazando de un plumazo y sin muchas consideraciones 2500 años de tradición pedagógica para presentar la última ocurrencia y moda como la panacea. Pero este es el primer tópico no sólo porque siempre empiecen por él, sino porque de esa pobreza intelectual se deriva casi todo lo demás.

Otro tópico es que la lectura, la lección magistral y los exámenes escritos son también “caca”, mientras que el aprendizaje por proyectos “mola”. Sin duda, el aprendizaje por proyectos mola mucho, pero cualquier proyecto de envergadura supone leer, estudiar, escuchar la experiencia de maestros, subirnos a hombros de gigantes, discriminar entre unas fuentes y otras, escribir y hablar con claridad, precisión y cierta belleza e insertarse en una tradición cultural para la que el proyecto resulte significativo. Y eso sólo se aprende mediante lecciones magistrales, comentarios de texto, ejercicios escritos, mucha atención y capacidad de concentración y la posibilidad de entrar en diálogo con planteamientos muy distintos del propio.

Más tópicos: oponer teoría y práctica, ridiculizando la primera y sacralizando la segunda; oponer la centralidad del profesor a la centralidad del alumno, olvidando la centralidad de la verdad; diseccionar entre el saber, el saber hacer y el querer hacer, como si la sabiduría consistiera sólo en la adquisición y (re)producción de contenidos; como si el saber hacer fuera algo meramente procedimental y como si las actitudes sustituyeran a los valores y a la motivación interna que el propio contacto con la verdad –que la propia experiencia de “saber”– implica.

Otro tópico es el de pensar que todas las asignaturas, todas las instituciones educativas, todas las disciplinas y saberes y todos los niveles educativos deben estructurarse a partir del concepto de “competencia” –el definido por los pedagogos, que no coincide con el concepto de nuestra tradición en castellano–. Quizá la milenaria distinción entre la educación de la infancia y la adolescencia –la educación obligatoria–, la formación profesional y gremial –como los ciclos de formación profesional y muchos máster y postgrados– y la formación superior –grados universitarios y doctorados– tenga su sentido. Igual resulta que la formación profesional tiene mucho que ver con la competencia profesional; y sin embargo quizá la educación básica tiene más que ver con introducir a las nuevas generaciones en una tradición cultural y social determinada; y tal vez la formación universitaria y doctoral tiene que ver con atreverse a repensar el mundo.

En realidad, este último tópico es tan importante como el primero. Porque ese provincianismo histórico –fruto de ignorar todo lo que había antes de que uno llegara al mundo– lleva a pensar a los pedagogos que todas las formas de educación se reducen a producir empleabilidad y fuerza de trabajo, tal y como se expresa sin rubor en todas las directrices de la Unión Europea y tal y como repiten sin rubor todos los pedagogos cuyas investigaciones están financiadas con dinero público o por grandes empresas. 

Este último tópico que sitúa la “competencia” como el elemento central de la educación básica y que revela el verdadero rostro ideológico y mercantilista de todo este asunto nos presenta paradojas realmente alarmantes, como la condena de que adolescentes indios trabajen en fábricas y, simultáneamente, la celebración de que adolescentes holandeses diseñen proyectos que quieren patentar las empresas. Me pregunto qué escandaliza de la primera situación a los que aplauden la segunda. ¿Pensarán que es más digno trabajar para una empresa de software que para una fábrica de zapatillas? ¿O pensarán que está mal explotar a los morenos y bien explotar a los rubios? ¿O quizá lo que les preocupa es que las empresas que dan trabajo a adultos europeos no pueden competir con las empresas que dan trabajo a niños africanos?

Hace ya cerca de un siglo, muchos maestros representativos de la cultura europea denunciaron el relativismo y su consecuencia inevitable: reducir la inteligencia a su dimensión instrumental. Al repasar la literatura académica de los últimos seis años publicada en las revistas más prestigiosas de nuestro país, la palabra “verdad” no aparece una sola vez. La palabra “competencia”, muchas. La competencia es siempre presentada como la finalidad de todas las etapas educativas. Y la competencia es definida por su capacidad para presentar resultados medibles, soluciones a problemas, proyectos prácticos. ¿Ese es el horizonte de sentido que nuestra educación va a proponer a todas las generaciones venideras?

Fotografía de Álvaro Abellán

$red

Doctor en Humanidades y CC. Sociales

Profesor en la UFV

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Plumilla, fotero, coach