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IMPRESIONES

Lucy: ciencia o milagro

Fotografía

Por Álvaro AbellánTiempo de lectura3 min
Opinión12-09-2014

Luc Besson es un director cuya personalidad impregna ideológica y visualmente todas sus obras, capaz de crear un universo entero para manifestar la belleza interior y exterior de sus divas (Nikita, dura de matar, El quinto elemento, Juana de Arco…) Esta vez escogió para Lucy a Scarlett Johansson, una actriz que me recuerda inevitablemente a Marilyn Monroe: juzgar si es buena o mala intérprete o más o menos guapa es una mezquindad cuando su aparición en la pantalla nos invita a la contemplación del milagro. Por si ambos estímulos no fueran suficientes, mi amigo Eulisis me dijo el viernes: “He visto Lucy y me he acordado de ti: te va a encantar”. La película funciona todo lo bien que puede hasta que empezamos a intuir la catástrofe: cuando el cine pretende articular racionalmente un discurso metafísico, fracasa. No porque los relatos no puedan enfrentarnos al misterio de la existencia, sino porque no pueden pretender hacerlo como si fueran filosofía pura. “Zapatero, a tus zapatos”. La película nos regala, no obstante, momentos maravillosos. Uno de ellos es cuando Lucy comprende lo que significan unos buenos padres para un hijo. Los sacrificios y la entrega más importante de nuestros padres ocurren cuando nosotros apenas tenemos conciencia de nada. Si recordáramos todo lo que no recordamos, si colocáramos en su lugar las primeras conmociones de la adolescencia, querríamos permanecer en ese lugar del corazón que descubre Lucy en los primeros momentos de la película. Asistimos a otra secuencia memorable cuando el profesor Norman (Morgan Freeman) comparece balbuciente y sin palabras a la confirmación de sus hipótesis científicas. Estamos acostumbrados a contemplar la ciencia desde el final, es decir, desde las últimas seguridades conquistadas y efectivas. Así nos la cuentan los profesores, y los comerciales nos prometen con rotundidad avances inciertos para poder financiar sus investigaciones. Pero el verdadero investigador es un aventurero que apenas puede anticipar el próximo descubrimiento y que queda arrobado cuando lo ve por vez primera ante sus ojos. En esa misma secuencia, en la que Norman y Lucy hablan por vez primera, descubrimos también que una cosa es tener un supercerebro lleno de conocimientos y otra, muy distinta, ser capaces de dar sentido a nuestra vida. Para ambas cosas, no obstante, necesitamos maestros y compañeros. Hasta ese momento todo encaja con la vida. A partir de ahí, todo se complica. E invito al lector a que abandone la lectura si no quiere exponerse a un spoiler. La película pretende mostrarnos el sentido último no ya de un personaje, sino de todo el universo. Para hacerlo, compra la ideología tecnológica dominante. Podemos reconocer en ella algunos prejuicios transhumanistas que ya vimos en otra película notable de imposible resolución satisfactoria: Her. Quizá lo menos sólido en Lucy es que Besson trate de convencernos de que es más perfecta una Lucy ubicua y sin cuerpo que la encarnada por Scarlett Johansson. Para decirlo sin guasa: tampoco es mejor que su homónima australopitecus. Puestos a contar historias sobre las verdades últimas, reconozcamos que venimos de un aliento invisible y divino, pero soplado sobre el barro húmedo de la tierra. Ni sólo tierra, ni sólo espíritu, sino polvo enamorado.

Fotografía de Álvaro Abellán

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Doctor en Humanidades y CC. Sociales

Profesor en la UFV

DialogicalCreativity

Plumilla, fotero, coach