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Drácula

Fotografía

Por Álvaro AbellánTiempo de lectura3 min
Opinión05-07-2010

Siempre conviene acudir a los originales, especialmente cuando éstos fueron concebidos en una época distinta de la nuestra. Muchas veces he sufrido tremendas decepciones cuando, conociendo la original, he visto adaptaciones cinematográficas. Es el caso de Troya, Alejando Magno, Naúfrago y tantas otras adaptaciones de relatos clásicos llevados al cine. En otros casos, por suerte, he vivido el camino inverso: conocí primero las adaptaciones y revisiones contemporáneas y luego acudí al original y entonces, sin excepción, lo que he vivido son apasionantes y gratísimas sorpresas. Me pasó muy especialmente con Frankenstein, de Mary Shelley, pero acaba de ocurrirme con Drácula, de Bram Stoker, una novela apasionante a años luz de cualquier relato posterior de vampiros, y no digamos de sus adaptaciones al cine, incluida la meritoria de Coppola. La novela de Abraham (Bram) Stoker es, según los especialistas, una de las historias mejor construidas de las letras universales (según Luis Alberto de Cuenca) y la novela más hermosa jamás escrita (según Oscar Wilde). Sin duda, lo segundo es más exagerado que lo primero pero, en ambas afirmaciones hay algo de verdad. Incluso quien no sea un amante de la literatura quedará fascinado por la genialidad estructural de la obra, construida con retazos de diarios, recortes de periódico y notas manuscritas, y con un ritmo y juego de perspectivas que enganchan al lector de forma similar a las mejores novelas policiacas. Además, la entereza de los protagonistas que se enfrentan al vampiro, y la pureza de sus almas, bien construidas por Stoker, son, verdaderamente, algo hermoso de contemplar. En medio de las más terribles pruebas, escribe uno de los protagonistas: “Es verdaderamente asombrosa la resistencia de la naturaleza humana. En cuanto desaparece el obstáculo que la agobia […] -incluso mediante la muerte- volvemos rápidamente a los primeros principios de la esperanza y de la alegría”. La obra es universal por la grandeza de los temas que trata: desde el trabajo en equipo hasta la relación entre la verdad y el compromiso, la duda y la parálisis existencial, la soledad y la amistad, el amor. Es inspiradora porque nos pone frente a hombres cuyo horizonte vital está por encima de su mera supervivencia física y bienestar material, lo que siempre hemos llamado héroes. Pero es también un retrato de época, pues refleja cómo la fe en la razón del hombre ilustrado (de una estrecha razón a la medida del hombre mundano) le ciega y le impide abrirse a los grandes misterios del mundo, a pesar de que sus ojos le den pruebas de que no todo es tan sencillo como parece. El libro arranca y termina, precisamente, con una declaración de intenciones: habla del valor de las pruebas, del valor del testimonio y de cómo las miserias más terribles y la grandeza del hombre no caben bajos las categorías del hombre de ciencia del XIX. “En estos tiempos ilustrados -escribe otro de ellos- los hombres no creen siquiera en lo que ven, la duda de los sabios sería lo que mayor fuerza le daría” a la criatura demoniaca que es Drácula. La incredulidad, la falta de confianza, aparecen en la obra como los mayores enemigos del hombre. Y al contrario, allí donde hay amor, amistad, resolución y valor, allí donde los hombres están más preocupados por salvar un alma que por conservar su propia vida, edifican, a pesar de los terrores que los rodean, ese lugar donde la vida se ensancha.

Fotografía de Álvaro Abellán

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Doctor en Humanidades y CC. Sociales

Profesor en la UFV

DialogicalCreativity

Plumilla, fotero, coach