¿TÚ TAMBIÉN?
La carretera
Por Álvaro Abellán
3 min
Opinión18-01-2010
“Retirado en la paz de estos desiertos / con pocos, pero doctos, libros juntos / vivo en conversación con los difuntos / y escucho con mis ojos a los muertos”. Así empieza el soneto que escribió Quevedo a su editor desde la torre que era a un tiempo su lugar de refugio y destierro. Suelo seguir la máxima de Quevedo en lo que a Literatura se refiere. En otros géneros, sería imprudente no leer a autores vivos. En el caso de las letras universales, si uno quiere acertar, la mejor crítica la ofrece el paso de los siglos. Tenemos poco tiempo para leer, así que conviene acertar. Si es harto difícil hacerlo al escoger entre las últimas novedades editoriales, resulta imposible no hacerlo cuando los libros sobreviven a sus autores y a las modas del marketing durante años. Mi consejo llevó a un buen amigo mío a retomar la lectura de algunos clásicos y pronto me comunicó su alegría por haberse encontrado con la genial San Manuel Bueno Mártir, de Unamuno. Me recomendó, contra mi máxima, que leyera a un autor vivo. “Si te sirve de aliciente, te diré que el autor tiene 77 años”. Humor negro. Hablaba de Cormac McCarthy y de su última novela, La carretera. Pronto nos llegará la película -es más fácil equivocarse con libros que con películas-, pero, aun así, decidí leerlo. No me he arrepentido. No sabemos mucho del mundo que nos presenta el autor. Sabemos que es el nuestro en un futuro no muy lejano, que algo terrible ha pasado, que nos hemos cargado el planeta y el sistema de organización social y que el mundo se divide en quienes buscan sobrevivir con dignidad y quienes quieren hacerlo a cualquier precio. Los protagonistas, padre e hijo, son de los primeros. Van hacia el sur. Portan el fuego. Son de los buenos. Cuando prácticamente todas las seguridades del mundo han desaparecido, nos quedan sólo las importantes. Por su ausencia, echamos de menos la naturaleza: la luz de la luna y del sol, el olor de las flores, el verde del bosque, el sabor del agua cristalina, los frutos del campo… Echamos de menos el orden social y la seguridad jurídica. Y, porque es lo único que nos queda, porque el ruido del mundo ha callado para siempre, volvemos a descubrir lo importante. Los misterios que hacen, del hombre, hombre; aunque sean tan discretos que solemos olvidarlos. El valor de la inocencia. El valor de ser padre. El valor de ser hijo. El valor de la familia y de la comunidad humana. El valor de la confianza. Son muchas las historias que nos ayudan a madurar sobre estas cuestiones. Esta novela no es original, en ese sentido. Pero sí lo es el modo en que nos ayuda a echarlas de menos. Sin falsos moralismos ideológicos. Sin lecciones. Acierta al escoger qué hacernos echar de menos, pues pone el acento en aspectos por los que nuestro primer mundo no parece hoy capaz de luchar. Su estilo, gramática y sintaxis son arriesgados y acertados. Y a pesar del pesimismo general que podría mostrarnos el tono de la obra, no ha olvidado lo que algunas distopías pesimistas como Un mundo feliz o 1984 no supieron rescatar: que allí donde el amor por el hombre y el respeto por nuestro mundo no se han perdido, la comunidad humana puede reconstruir ese lugar donde la vida se ensancha.