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ROJO SOBRE GRIS

Por Sara, por tantos

Fotografía

Por Amalia CasadoTiempo de lectura4 min
Opinión31-05-2009

Viuda. Incapacitada para trabajar. Lleva cuatro meses sin poder pagar el alquiler de su piso, ni la luz, ni el gas, ni el teléfono. Se trata de Sara. Tiene una hija con tres hijos a su vez, y está embarazada del cuarto, pero tampoco puede trabajar ahora: está seriamente deprimida… acaba de abandonarla su marido. Yo caminaba por la calle Serrano. Iba directa y concentrada entre el ruido de las obras que abren la ciudad en canal y la preparan para la próxima operación estética. Intentaba ni mirar los escaparates prohibitivos de las grandes firmas de casi cualquier cosa, pero se coló entre la muchedumbre y las obras un hilillo de voz. Era tenue, tímido, casi imperceptible. Agudo. Una voz de mujer: “¡Ayúdeme!”. Se me clavó. Me giré buscando el lugar del que procedía. Sentada en el saliente del escaparate de un banco había una mujer de mediana edad. Vestía con normalidad. Podría ser mi madre: pantalón negro, camisa de cuellos blanca, jersey de pico negro. No tenía joyas ni adornos, tan sólo un par de pendientes sencillos. El bolso descansaba en su regazo. El pelo, rubio y canoso, en una cola de caballo corta a la altura de la nuca. Pensé que le habrían robado, que le había dado una lipotimia por el calor. “¿Qué le pasa?” -pregunté- “¿qué le sucede?”. Estábamos muy cerca porque la estrechez de la acera nos obligaba a dejar paso a quienes querían seguir adelante en un sentido o en otro. Ya no recuerdo cómo empezó. No recuerdo cuáles fueron sus primeras palabras ni cómo comenzó a relatarme su historia. Me pedía perdón una y otra vez por molestarme, por quitarme tiempo, ¡por pedirme ayuda! Se sentía avergonzada de verse allí, haciendo lo que estaba haciendo: pedir. Y lloraba. Intentaba contenerse y mantener la dignidad. Intentaba no derrumbarse y no tener que dar pena. Pero hablaba de su hija… y lloraba. Hablaba de sus nietos… y lloraba. Con sólo imaginarse en la calle, sin casa, con su hija deprimida y sus nietos a su cargo sin poder hacer nada por ellos… y lloraba. “Y hoy me he dicho… y hoy… me he armado de valor… y...” ... y ahí estaba. Sentadita con su hilillo de voz y sus lágrimas, con su pena y su miedo, y con la única esperanza puesta en la caridad y compasión de la gente. Se había echado a la espalda su vergüenza, su sentimiento de culpa y a saber cuántas cosas más para hacer lo único que ella podía hacer. Me la imagino por la mañana ese día. Me la imagino llorando en la cama después de una noche –quizás la décima, o la duodécima- en vela. Me la imagino levantándose impulsada por Dios sabe qué fuerza porque preferir, quizás hubiese preferido quedarse allí y secarse para siempre y no sufrir ya más. Me la imagino sentada después en una banqueta de la cocina con los ojos en la nada, recorriendo con la imaginación los horrores del futuro. Me la imagino diciéndole a su hija unas palabras de cariño y consuelo, un “no te preocupes, que todo va a salir bien”. Me la imagino abriendo la nevera. Cerrándola. Volviéndola a abrir… Nada. Me la imagino vistiéndose como un autómata, bajando las escaleras de casa debatiéndose entre el sí y el no, entre hacerlo y no. Me la imagino caminando sin ver, cruzando los pasos de peatones sin mirar el semáforo, dejándose arrastrar por la gente. Me la imagino pensando: “Aquí”. Me la imagino diciendo: “No, mejor no”. Me la imagino sentándose, cerrando los ojos, apretando el bolso y abriendo su boca de sesenta años para dejar escapar su primer “¡Ayúdeme!” y después mirar alrededor para descubrir que nadie la ha escuchado, que nadie se ha girado. Que nadie le ha preguntado. Que todo parece seguir igual… pero todo ha cambiado para siempre. Por Sara. X tantos. Ni brotes verdes, ni lechugas, ni partidos en Europa. Los únicos que no abandonan ni en la guerra son los de siempre. Sara, la hija de Sara y los nietos de Sara comen gracias a Cáritas. Se sostienen gracias al apoyo de su parroquia y de su párroco. Y todo eso es posible por el apoyo de millones de personas que, creyentes o no, saben que la Iglesia no falla. En esta crisis que va para largo, les invito a quitarse los prejuicios y a buscar la verdad: ¿Quién ofrece valores permanentes y está presente en todos los momentos importantes de la vida? ¿Dónde están los débiles? ¿Dónde acuden los necesitados? ¿Quién les apoya, les cuida, les quiere, les atiende pase lo que pase, piensen lo que piensen, huelan como huelan y sean casados, divorciados, abortistas, provida, gays, heterosexuales, ricos, pobres de izquierda derecha, guapos, feos y con un pasado más o menos oscuro o reluciente? Rojo sobre gris, un año más, a la Iglesia. Por Sara, y por tantos.

Fotografía de Amalia Casado

Amalia Casado

Licenciada en CC. Políticas y Periodismo

Máster en Filosofía y Humanidades

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