Esta web contiene cookies. Al navegar acepta su uso conforme a la legislación vigente Más Información
Sorry, your browser does not support inline SVG

¿TÚ TAMBIÉN?

Obras perdidas

Fotografía

Por Álvaro AbellánTiempo de lectura3 min
Opinión26-10-2008

Cuenta San Agustín en sus Confesiones que de pequeño y adolescente aborrecía el saber, y que sólo le interesó la elocuencia “con el fin condenable y vasto de satisfacer la vanidad humana”. No obstante, al leer sobre tales temas se encontró con el muy recomendable Hortensio, “de un cierto Cicerón”. “Semejante libro -escribe- cambió mis afectos y mudó hacia ti, Señor, mis súplicas […] De repente apareció a mis ojos vil toda esperanza vana, y con increíble ardor mi corazón suspiraba por la inmortalidad de la sabiduría, y comencé a levantarme para volver a ti”. Sin duda, este libro fue decisivo para que San Agustín no fuera sólo un orgulloso orador, sino el padre intelectual de un modo de comprender el mundo que configuró Occidente durante casi mil años. Nos gustaría saber qué encontró Agustín en el Hortensio, y leerlo también nosotros, pero aquella pequeña obra a la que indirectamente tanto le debemos, se ha perdido. Dicen que Claudio, además de un audaz político que supo sobrevivir a numerosas intrigas hasta culminar su carrera como emperador de Roma, era un aficionado a los dados y escribió un tratado titulado Cómo ganar a los dados. Esta obra también se perdió y si bien su contenido seguramente no ha determinado, ni directa ni indirectamente, la historia de Occidente, quizá nos daría una imagen del emperador más sugerente que el haber conocido sus decisiones políticas: ¿sería un tratado sobre la matemática combinatoria de los dados o más bien sobre tretas, trampas o dados trucados? ¿Quizá sobre la técnica a la hora de arrojarlos… o sobre cómo conseguir el favor fe los dioses? No perdamos la esperanza. Apenas había cumplido los ocho años cuando H. Schliemann anunció solemnemente a su familia que se proponía redescubrir Troya y demostrar, a todos esos historiadores que lo negaban, que esa ciudad había existido realmente. Desde hace más de mil años se daba por hecho que Homero se inventó todo lo referente a La Ilíada, y cuando los historiadores más escépticos empezaron a dudar incluso de la existencia del propio Homero, Schliemann -unos cuarenta años después de aquella promesa a su familia- encontró la mítica ciudad. De Sócrates, o del mismo Jesucristo a partir de cuyo nacimiento contamos los años, también se ha cuestionado -absurdamente- su existencia. Ninguno de los dos escribió nada, pero ambos son fundamentales para comprender nuestro presente. Son cuatro o cinco de entre las mil anécdotas que nos enseñan que por más que nos empeñemos en “dejar un legado a la humanidad”, “hacer grandes cosas”, “dejar huella”, o “permanecer en la memoria de los hombres”, nada de eso está en nuestras manos, y tal vez no lleguen a ser sino “obras perdidas”. Tendríamos a Homero por mero cuentacuentos de no ser por Schliemann; la obra más fecunda de Cicerón no fue su escrito perdido, sino la lectura que de él hizo un joven de Hipona; de los secretos de Claudio para ganar con los dados -y quien sabe si con la política- no tenemos nada; y a dos ágrafos con túnicas raídas que se rodearon de discípulos, les debemos casi todo. El único legado, lo más grande, la verdadera huella, la auténtica memoria que ha encadenado sus vidas a las nuestras, no han sido sus “obras acabadas” sino el testimonio de aquello que amaron, cómo se lo contagiaron a otros y cómo ese contagio de amor ha llegado hasta nosotros. En esa cadena de amores uno descubre ese lugar donde la vida se ensancha.

Fotografía de Álvaro Abellán

$red

Doctor en Humanidades y CC. Sociales

Profesor en la UFV

DialogicalCreativity

Plumilla, fotero, coach