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SIN ESPINAS

Igualdad de corazón

Fotografía

Por Javier de la RosaTiempo de lectura3 min
Opinión03-07-2005

En tiempos de tanta división, de tanta discrepancia instrumentalizada por la política y el miedo, he decidido ponerme a buscar lo que une y no lo que separa y diferencia a las personas que apoyan las bodas homosexuales de las que no. Y al hacerlo he encontrado un parecido grande en lo esencial: todos tenemos corazón. “Como en el agua un rostro refleja otro rostro, así el corazón de un hombre refleja el de otro hombre”, señala el proverbio de la Escritura. ¡Cuanto nos parecemos aunque nos cueste tanto admitirlo! Es más, alguno habrá encontrado ya miles de argumentos para negar que él es igual a un gay o a un hetero. Pues sí, en lo más importante somos iguales. En nuestra divinidad humana que es de donde se derivan nuestros derechos fundamentales, ineludibles e inalienables. Es cierto, que diferimos en graves cuestiones de fondo y eso nos hace orientar nuestras posiciones vitales hacia caminos absolutamente contrapuestos. Sin embargo, si analizáramos con rigor los argumentos que esgrimimos para defender nuestras posiciones, concluiríamos que lo que tanto nos hunde en el oscuro pozo de la divergencia, en realidad debería pesar no más de lo que pesa una pluma. Decía un destacado promotor de la defensa de la familia que todo este debate de las bodas gays no se debe centrar en las cuestiones religiosas o ideológicas. Como abogado insistía para hacer su loable alegato del matrimonio, en que asistimos únicamente a la resolución de una cuestión jurídica. Y sin faltarle razón, a esta persona le falta visión. No se ha dado cuenta de que, inevitablemente, tanto para las personas que están luchando para que se reconozca su situación como para las que consideran ese reconocimiento una injusticia, su fe, sus creencias, sus principios y sus sentimientos más profundos están flotando permanentemente en la discusión. Porque como el propio interlocutor reconocería en frío, las personas no somos las máquinas de la razón pura que describieron los filósofos más racionalistas. Y por eso en este debate es necesario contar con todos esos elementos; porque todos ellos afectan a nuestro corazón, que es, como digo, precisamente lo que más nos asemeja. Esa pasión, ese cóctel de vehemencia desatada hace estragos en todos cuando se aborda la cuestión hasta llevarnos a múltiples guerras dialécticas en la tertulia de la tele, en el bar de la esquina o en la mesa del salón donde la familia antaño unida, discute. Diría que esos furibundos defensores de causas importantes se parecen todavía mucho más entre ellos, sea cuales fueren sus posiciones. Ahora, reconozco que a quien realmente me cuesta tolerar es a esa gran mayoría tibia y mediocre que dice: a mi todo esto me importa un pimiento, que se casen o que no se casen, que adopten o que no adopten. Pero peor que los que viven a la sopa boba son los que, importándoles un pito el asunto, sólo ven en esa disputa un medio que aprovechar para salir en la foto o conseguir réditos para sus ambiciosas pretensiones. Esos también tienen corazón, pero se les ha quedado helado. Esas transformaciones han posibilitado que mi mirada cuente ahora con algo más de capacidad para limpiar todo aquello que ven mis ojos. Tanto que lo esencial deja de ser invisible a ellos porque ya solo quieren ver corazones con el corazón.

Fotografía de Javier de la Rosa