Opinión  La Semana que vivimos - Del 3 al 9 de enero de 2000 - Número 140  

EL REDCUADRO

Un hijo

Antonio Burgos.- Por la linterna de la cúpula de la capilla de Palacio entraba una luz de cuadro de Antonio López que caía sobre el frío Madrid. El rojo de la venera del Toisón era el único color que no era el negro de un Rey de luto hasta los pies vestido. Se adivinaba un silencio funeral hasta en las heladas fuentes de los jardines. El Rey miraba a la alta luz de esa linterna, serenidad del oficio. Mirando al cielo es más fácil contener las lágrimas. El arzobispo oficiante había comenzado la oración fúnebre. Hablaba ahora de la prudencia de Doña María, de sus silencios al lado del Conde de Barcelona. Hablaba sencillamente de España. Y fue entonces cuando Don Juan Carlos, del bolsillo del negro chaqué, sacó un pañuelo y se secó las lágrimas. Dejé de ver allí, bajo el dosel, ante los reclinatorios de luto, al Rey de España para encontrarme con algo mucho más real, por humano: un hijo que había perdido a su madre. Cuando murió el Conde de Barcelona, aguantó la lágrimas hasta los mármoles de El Escorial. Se había dicho ahora que España enterraba a la madre del Rey. En Palacio, armón y alabarderos, estaba nada menos que la idea de Reino. De España.

En ese pañuelo que se sacó Don Juan Carlos vi como, con su supremo lenguaje de los silencios, la mano firme del Rey estaba escribiendo otra vez el lado desconocido de la historia. Sencillamente, un hijo enterraba a su madre. Era el último adiós de una vida de adioses, adioses de Roma, adioses de Lausana, adioses de Estoril, adioses de Madrid, el adiós de la mañana de aquel taconazo y aquel "por España, siempre por España" en La Zarzuela. La muerte de una madre es siempre como un apocalipsis sin caballos, y esta vez hasta estaban los percherones negros del armón de Artillería del Regimiento de la Guardia. No estábamos viendo a nuestro Rey. Estábamos viendo, en su pañuelo, tantos recuerdos, tantos agradecimientos del hijo de la madre del Rey.

Y este hijo que sacaba el pañuelo tenía una madre que era tan sevillana que cuando se escribía un nuevo romance de la Reina María de las Mercedes y se contaban por miles los claveles que la echaron por las calles de Madrid, de pronto, empezó a sonar en la música "Quinta Angustia". Una marcha de la Semana Santa de su Sevilla. Y de golpe fue Jueves Santo, y fue mantilla negra, y fue plata del paso del Señor de Pasión. Lejos, en la ciudad de los recuerdos de Doña María, doblaban de luto las campanas de la Giralda. Esas campanas las estaba quizá oyendo ese hijo al que los españoles vimos que quedaba en la soledad del adiós a su madre. Sabía que sonaba la música de su Sevilla, sabía que en ese blanco pañuelo estaba escrita la grandeza de una vida que sólo después de morir pudo reinar en las salvas que atronaban la fría luz de una mañana pintada por Antonio López.

[Ofrecido también en EL MUNDO: 5-1-2000]


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Última actualización: Domingo, 9 de enero de 2000